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Escasa repercusión de la ola de protestas en Rusia por el impago de salarios

El general retirado y candidato presidencial Alexandr Lébed se ha cansado de repetir que, si no hay una explosión social en Rusia, es porque el pueblo tiene una paciencia de burro, pero que, cuando se le agote, la revolución bolchevique parecerá un juego de niños comparada con la que se puede armar. Ese punto límite, sin embargo, parece aún muy lejano. Ni el hecho de que millones de trabajadores lleven varios meses sin cobrar sus salarios de miseria consiguió que las calles del país más grande del mundo se convirtieran ayer en un clamor con ocasión de la jornada de protesta nacional. Aunque no debe resultar fácil gritar contra un Gobierno que ni siquiera existe.Los sindicatos y la oposición comunista y nacionalista pretendían que millones de personas se sumaran a la protesta contra la actual política económica, que hace que muchos pensionistas tengan que recoger cascos de botellas para llegar a fin de mes, que el desempleo roce el 15% de la población activa y que médicos, profesores y obreros se busquen la vida como pueden, fuera de su trabajo oficial, para complementar sueldos de menos de 15.000 pesetas que ni siquiera cobran a tiempo. El tránsito del comunismo al capitalismo ha dejado un reguero de víctimas que añora los tiempos soviéticos porque el futuro parecía entonces libre de incertidumbres, olvidando los puntos negros de un sistema totalitario cuya caída pocos lamentaron.

Pese a que la teórica clientela de la protesta se cuenta por decenas de millones de personas, fueron sólo unos cientos de miles las que se echaron a la calle, muchos menos que los que lo hicieron el 27 de marzo de 1997, cuando la situación no era tan mala. Tan sólo en San Petersburgo, la cuna de la revolución bolchevique, se rozó la cifra de 50.000 manifestantes, que marcharon hacia el palacio de Invierno como en el octubre rojo.

La protesta se extendió por toda Rusia, un inmenso territorio de nueve husos horarios, pero no dio la medida exacta de la rabia y la frustración que se siente hasta en el último confín. En Moscú, la marcha organizada por los sindicatos reunió tal vez a unas 10.000 personas frente a la Casa Blanca (la sede del Gobierno), un pequeño mar, o más bien un lago, de banderas azules, las de la nueva Rusia. La que tuvo lugar poco después en el mismo escenario organizada por el partido de Guennadi Ziugánov, tuvo aproximadamente la misma clientela y estuvo dominada por las banderas rojas con la hoz y el martillo.

En ambos casos, el objetivo al que atacar no era un Gobierno con un jefe interino pendiente de la ratificación de la Duma (Cámara baja del Parlamento). Los gritos y las pancartas de "Yeltsin, no!" y un atáud con el nombre del presidente no dejaban ninguna duda de a quien se considera responsable de la penosa situación actual. Los sindicatos incluso son comprensivos con Serguéi Kiriyenko, el tecnócrata de 35 años y sin apenas experiencia política que el presidente se sacó de la manga tras destituir a su primer ministro durante cinco años, Víktor Chernomirdin.

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