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¿Debería ir al teólogo?

Nuestros máximos y mínimos humoristas, digo el máximo Máximo y el mínimo Mingote, con la suprema seriedad que da el humor, se han metido a teólogos. Esto pone a los teólogos en la tentación de meterse a humoristas. Sin caer en esa tentación, les agradecen sin embargo que, cuando los responsables no toquen las cuestiones teológicas, las toquen ellos, con tacto o con ataque, en humor o en seriedad. Ya dijo Platón que si los filósofos no abordan las verdaderas cuestiones filosóficas otros las tendrán que abordar. Eso ocurre también con la teología. Bienvenido, pues, el humor a la teología.Parece que las cosas andan tan al revés que el propio Dios se encuentra últimamente raro y se pregunta si no debería ir al teólogo. Ya no nos consideramos personas respetables, si de vez en cuando no hacemos la visita ritual al psicólogo, al traumatólogo, al dentista, al asesor fiscal, al filósofo particular. ¿Y por qué no también al teólogo? Pero la cuestión no es que nosotros vayamos a aquel hombre que debe tener una palabra de Dios o sobre Dios y debe saber decirla, sino que Dios mismo, inseguro de sí, enfermo de divinidad, tiene que ir también a alguien que le diagnostique su malestar y le recete la medicina correspondiente.

Pero, ¿qué bichos raros son esos sujetos a quienes hoy llamamos teólogos? Nombres recientes de nuestra literatura hispánica han aludido a ellos como seres esotéricos, fauna discutidora, gremio inquisitorial o asociación de curanderos. Arcaica o violenta herencia de tiempos pretéritos, que se recuerda con nostalgia en unos casos y con amarga ironía en otros. Rubén Darío cuando andaba perdido por las Baleares sintió la muerte cercana. Apesadumbrada su conciencia por los muchos pecados, decía él, necesitaba para confesarse no sólo un cura normal sino algo más. "Que me traigan un teólogo", gritaba. Borges les dedica un capítulo en el Aleph, haciendo hablar a viejos infólios de bibliotecas con insólitas discusiones y extrañas herejías en rabia discutidora, para concluir en la afirmación final: verdad y error, ortodoxia y heterodoxia, son lo mismo, porque cada uno somos nosotros y nuestro enemigo. iFórmula de la me jor bodega gnóstica! En su libro Las Tradiciones Andrés Trapiello titula un poema: El teólogo. "Fruto de la verdad, la tarde efímera... Para velar a Dios como a una reina".

Los tres gigantes del pensamiento español en nuestro siglo, Unamuno, Ortega y Zubiri, tuvieron una admiración profunda por los grandes teólogos. Conocedores de la historia pasada y presente, lectores de sus obras y asentados a la altura del tiempo, sabían que tras toda cuestión humana o social profunda late una pregunta teológica. Ortega, desde sus tiempos de Marburgo, guardaba un respeto inmenso para aquellas figuras del pensamiento alemán que constituían las cimas del pensar y que eran a la vez filósofos y teólogos: Max Scheler, Heidegger, Bultmann, Lówith, Reinach, Edith Stein, Romano Guardini. En su curso de 1928, ¿Qué es filosofía descubre con inmensa perspicacia lo que entonces estaba significando la teología dialéctica y su exponente máximo, Karl Barth.

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En el español de uso hasta la mitad de nuestro siglo no había teólogos vivos. La palabra se refería a una especie extinguida hacía siglos. Con ella se nombraba a, Santo Tomás, Suárez, Molina, Vitoria. Pero todos ellos eran sombras muertas de un pasado muerto. A Azorín le sobra ironía y melancolía cuando, hablando de ellos, recomienda a su estudiante salmantino que empeñe sus esfuerzos en cualquier otra cosa, no en la teología. Pero llegó el Concilio Vaticano II y los españolitos descubrieron que en otras culturas e Iglesias más vivas los teólogos eran seres activos y pensantes. Se familiarizaron con nombres como Rahner, Congar, Lubac, Schillebeeckx, Ratzinger, Küng.

Con sorpresa comprobaron que eran ellos quienes estaban detrás de los obispos que en el Concilio decían cosas sorprendentes y revolucionarias. Con susto se iban percatando de que aquellas ideas, tan extrañas en principio, se iban convirtiendo en textos normativos para toda la Iglesia universal y que en España incluso repercutían sobre la legislación vigente, las instituciones políticas, la vida social y moral, el propio Estado. Luego descubrieron que había una teología llamada de la liberación y que de la mano de Marx o a contramano marxista, muchas cosas, per sonas e instituciones, se conmovían en sus fundamentos.

Una vez que ya pasaron estas tempestades podríamos preguntamos qué o quién es un teólogo. Pero antes de nada, ¿tiene sentido o es una insolencia afirmar que algún mortal tenga una palabra (logos) sobre Dios (Theos)? Digamos redonda y rotunda mente que nadie tiene esa divina palabra. Sólo Dios conoce a Dios y sólo Dios habla bien de Dios, decía Pascal. A lo mas que los mortales podemos llegar no es a teólogos, sino a teodidactos, a ser enseñados por Dios. Una noticia, palabra y saber de Dios sólo los tendremos si Dios nos la da. La Biblia no usa nunca las palabras teólogo y teología.

Lo que sí le es posible al hombre es mirar al horizonte, tender los ojos a la historia entera y sondear las entrañas de la realidad exterior e interior, por si en ellas descubriera las huellas, la voz, la presencia o llamada de Dios. (Aquí una interrupción nada humorista para el humorista Máximo). En la tradición bíblica y cristiana Dios no es el ojo de lince que avizora, perscruta y atrapa al hombre pecador, que se sentiría vigilado siempre por él, en sus actos exteriores y en su más ínsita intimidad, hasta el punto de sentir la necesidad de asesinarlo para no sentirse siempre espiado. Tal fue la decisión de Nietzsche. Sartre reclamó cerrar los Ojos al lince para que no proyectase su luz delatora sobre el hombre. El Dios del triángulo, ajustador y justiciero, no tiene nada que ver con el Dios cristiano. Éste se deja sentir como luz que alumbra, llama que enciende, voz que invita y compañero que acompaña. En la luz de su amorosa compañía descubre el hombre su mentira, traición y sombra. La experiencia del pecado es siempre posterior a la de la gracia y la Biblia habla más de la llamada benevolente de Dios (Génesis 1-2) que del rechazo y desobediencia del hombre (Génesis 3).

El teólogo es aquel hombre o mujer que contempla el mundo poniéndose en el punto de mira desde donde lo ve Dios; el que recoge las palabras de Dios y se las devora hasta que fermentan en sus entrañas y así pueda pensar y anhelar con fermento divino. Teólogo es aquel que se hace discípulo de los profetas, de los testigos, y del Hijo, que Dios nos envió. En este sentido es también él un testigo. Pero en España esto se debe decir en voz baja. Lo que aquí se debe reclamar en voz alta, contra todo oscurantismo e insensatez, es que el teólogo es un técnico de saberes rigurosos (históricos, exegéticos, filosóficos, fi

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lológicos, literarios, jurídicos), aprendidos, y verificados ante instituciones acreditadas, probados en exámenes públicos y portadores de los correspondientes títulos universitarios.

Un no pequeño porcentaje de los que en España andan sueltos con tal título son aficionados, aguerridos francotiradores, cuando no químicos que han trastocado sus saberes, ejerciendo de consejeros áulicos en gabinetes políticos u órganos mediáticos. Nunca la ignoran cia y la insolencia juntas llegaron a tanto. Si hubiera un colegio profesional habría un par de docenas arrestados.

A un teólogo, técnico y testigo, habría que ir como se va al médico, sólo en caso de necesidad y tras aconsejarse con amigos fieles. Nadie se deja ver los ojos por el primer oftalmólogo que encuentra ni se confía a cualquier licenciado en medicina. Ser médico es algo más. Pero, y Dios, ¿qué hará cuando se sienta mal? ¿A quién acudirá? ¡Qué ancha sonrisa será la suya al oír estos balbuceos cariñosos o escépticos de sus hijos! El Nuevo Testamento tiene una frase admirable: "A Dios nadie le toca las narices", que púdicamente se suele traducir por: "De Dios nadie se burla" (Gálatas 6, 7). Pero. como eI tiene sentido del humor, en grado infinito como es lógico, se reirá por lo bajo de quienes nos atrevemos a pensarle a nuestra imagen y semejanza, olvidando que la realidad es la inversa. Somos nosotros los que tenemos que pensarnos a imagen de Dios y en la luz de Dios, y no pensar a Dios a la luz de nuestras sombras.

Y como entre humoristas anda el juego, Mingote apostilla a Máximo: "Dios inmortal debe estar muriéndose de risa". Muriéndose de risa el inmortal y nosotros mortales entre tanto ironizando sobre la salud de Dios. Menos mal que la suya es perfecta -y en ella podemos rehacer temporal y eternamente la nuestra. Definitivamente, hay que ir al teólogo, a aquel ,que es la Palabra y que es Dios. No hay otra teología que la que es puro eco de su Voz. A la Voz iremos mientras es de noche, atraídos por sus ecos verdaderos, pero sobre todo guiados por la sed hacia la Fuente.

Olegario González de Cardedal es catedrático de la Universidad Pontificia de Salarnanca.

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