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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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Benet, Ayala, Gelman

Juan Cruz

Fue una generación muy vinaria, decía Manuel Vicent el domingo pasado, en una tertulia de Crisol, hablando de Benet y de sus amigos; entre todos ellos, señalaba el autor de Tranvía a la Malvarrosa, Benet era el que mejor movía los hielos del whisky; su hijo, Eugenio Benet, añadió: "Volvía a casa a las siete, se sentaba a escribir y escribía a razón de un folio por whisky".Francisco García Pérez, que fue su tesinando y que ahora ha publicado su larga y bien trabajada Meditación sobre Juan Benet, resaltó su radicalidad literaria con una anécdota que ya es famosa: entra Benet en su coche, en Asturias, y descubre que el profesor García Pérez lleva Miau, de Galdós. Exclama el autor de Volverás a Región: "¡No hay más que basura en este coche!" Vicent señaló, además, una característica de Benet: no debería ser tan vanidoso como la mayoría de los escritores, pues se dejó el bigote como Faulkner, al que admiraba. El dato del tesinando: "Se lo dejó cuando estaba escribiendo Herrumbrosas lanzas".

En el público estaban Jaime Salinas, que fue su editor y su amigo, representante vivo de aquella generación vinaria de la que hablaba Vicent, y Antonio Martínez Sarrión, cuya foto siempre estuvo en el salón de Benet; le llamaban el moderno, por su manera de estar; iba acompañado por su hijo, al que él mismo llama ya el modernito. No sólo porque estaban allí la hija y la esposa de García Hortelano estuvo muy presente en el coloquio la figura del otro Juan; eran distintos y acaso por ello inseparables, y los dos representaban, con Juan Marsé, con Carlos Barral, con Jaime Gil de Biedma, con Angel González, un sentimiento especial de la amistad, y no tan sólo de la amistad literaria.

Hortelano le reprochaba a Benet: siempre haces que la gente escale tus libros por la pared norte; un día se lo dijo Vicent, y Benet le replicó: y tú llenas los libros de aceite del Mediterráneo. Se rieron mucho entre ellos y también de los otros: no era antipático Benet, declaró Vicent, "sólo ponía a los idiotas en su sitio".

Pues un poco así es Francisco Ayala, que pone a los idiotas en su sitio. Ahora le han vuelto a proponer para el Premio Nobel, han abierto su fundación en Andalucía y le han festejado, poco después de haberse producido, los 92 años. Siempre asiste a estas cosas verdaderamente ausente, como si fueran con otro; las acepta, porque están en el aire, pero las mantiene a un lado; él es espartano de verdad, y eso se nota en su casa diáfana, como si fuera un embajador de paso que no quiere acumular morralla en su equipaje; es un hombre moderno, que se asusta ante las antiguallas de la vida y del espíritu, hasta tal punto que ni siquiera la edad, que en su caso más parece un fenómeno atmosférico, le ha llevado a ser conservador. Dice el escritor chileno Alberto Fuguet: "Lo único que a uno no le sobra es tiempo y veranos". Como Ayala sabe eso, procura disipar de su lado las estupideces profundas de este tiempo; ese rostro a veces contrariado con el que asiste a las cosas actuales no esconde nostalgia alguna, sino lucidez, y no esa lucidez bobalicona que siempre se les atribuye a los mayores por el hecho de serlo. Es lúcido de verdad, tangible, y no ha ido por el mundo, a sus. avanzados años, reclamando atención a las canas, sino a las ideas; no busca tampoco parabienes. De un artista que ha presumido de lo contrario se cuenta esta anécdota: acudió con su esposa a una cena de doce comensales; cuando esta cena ya entraba en su primera media hora, la esposa pasó una notita: "Llevan ya media hora hablando y no han dicho ni media palabra de él, que se está deprimiendo". Juan Gil-Albert, el escritor valenciano, fue una vez aún más explícito, pues él mismo dijo ante sus contertulios: "Queridos amigos, llevan toda la cena sin decir ni una sola palabra de su amigo Juan Gil-Albert". Ayala nunca ha reclamado atención; por eso cuando se la dan, como esta semana, siempre mira para otro lado.

Juan Gelman, el poeta argentino, sabe bien de las falsas bondades que abundan en el universo del arte, pues él asistió, durante el proceso militar argentino, a mudanzas que él mismo ha recordado ahora mismo en España y que convirtieron a colaboracionistas declarados en silenciosos cómplices, que más tarde alardearían del carácter de su oposición. En una entrevista que le hicieron para La Vanguardia relata esa relación entre intelectuales de su tierra con la dictadura que destrozó su propia vida personal. Vino a contarle su experiencia al juez Baltasar Garzón: es una vida dramática; desaparecieron sus hijos, y desapareció su nieto, que probablemente ahora es hijo del militar que lo arrebató. No ha querido volver a Argentina, aunque allí esté muy presente; vive en México, en una prolongación difícil de su exilio. Lo que ha venido a decir en España, donde hasta ayer no le han dejado de preguntar sobre esas aristas terribles de su vida personal, es muy importante y por supuesto no deja indiferentes a los argentinos, que sufrieron de veras aquel periodo infernal, aquel silencio pesado. Los que aquí arremeten contra el juez que pregunta por aquello porque se está ocupando de algo que no interesa aquí caen en una despreciable estupidez: los muertos, los desaparecidos de la dictadura argentina eran la humanidad entera, todos los hombres. El poeta Juan Gelman ha venido a decir que no lo olvidemos.

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