Victoria Alada
ROLLS-ROYCE significa muchas cosas, además de ser una empresa fabricante de automóviles. Es el símbolo universal del lujo, la calidad artesanal exquisita y la aristocracia de los metales nobles, la piel carísima en los asientos o las maderas de cedro en los salpicaderos frente a un mundo de coches estandarizados. Rolls-Royce era ya un anacronismo desde que apareció la fabricación en serie de automóviles, y como tal se ha mantenido, vendiendo muy cara la mística de la exclusividad. Era también el último reducto de la industria automovilística británica. Dejará de serlo cuando los accionistas del grupo de defensa e ingeniería Vickers, propietario de R-R, autoricen la venta de la firma automovilística más prestigiosa del mundo al grupo alemán BMW a cambio de 340 millones de libras (unos 88.000 millones de pesetas). En ese momento, el Reino Unido dejará de ser uno de los pocos países en el mundo, apenas siete, que cuentan con una firma automovilística de capital autóctono.La firma bávara, que ha ganado a Volkswagen en la puja por R-R, controla también otros jirones de la en otros tiempos boyante industria británica, como Rover, Land Rover y MG. El nacionalismo industrial británico tiene razones para sentirse herido. Pero la lógica económica dice que Rolls-Royce está mejor en manos de un grupo automovilístico que aprecie y respete lo que significa la Victoria Alada que corona los capós de los Rolls. BMW se ha comprometido a mantener la producción -unos 2.000 coches al año- y a invertir en la supervivencia de la legendaria empresa.
La operación de BMW responde a la lógica de concentración global de las compañías automovilísticas en todo el mundo. En Europa, las decisiones estratégicas están destinadas a concentrarse en Alemania, Italia y Francia -y con producciones importantes, pero no decisivas en relación con el mercado global, en Suecia-, para hacer frente, a través de complejos intercambios entre matriz y filiales de cada firma, a los problemas que la industria tiene planteados en un mercado cada vez más saturado. En el oleaje de esta competición feroz, Rolls-Royce es apenas una gota de agua, cuya supervivencia es deseable por razones sentimentales, pero que sólo es posible a cambio del ocaso de la industria automovilística británica.
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