Simpático
Como decía muy acertadamente mi president hace unos días, si los catalanes caemos gordos, no es problema nuestro. Él, que ha sido banquero antes que honorable, lo sabe mejor que nadie: un buen producto no precisa publicidad; te lo quitan de las manos y encima te dan las gracias. Siendo así que hay bofetadas para hacerse amigo de los catalanes y somos la envidia del universo, no precisamos la más mínima recomendación.Sin embargo (y sólo por espléndida y gratuita generosidad), me gusta avisar cuando aparece alguna obra de arte catalana digna de ser conocida, no por catalana, sino por artística. Lo hago quitándole importancia, no vaya a producirse un tumulto ante las librerías, por ejemplo, pues es el caso que se acaban de reeditar las Memorias de Josep María de Sagarra, el cual era un caballero, un escritor y un catalán totalmente fuera de lo común; alguien, en cualquier caso, muy diferente de mi president.
La traducción conserva el acero de una prosa soberbia en ambos sentidos: excelente y altiva. Sagarra es el mejor memorialista de un país que detesta la memoria. Sus estampas de la Barcelona del novecientos, o del Madrid estrafalario y golfo donde estudió para diplomático, tienen la virtud de ser veraces y, sin embargo, novelescas. Ésta es, además, una introducción muy inteligente y nada sectaria al corazón más blanco de la Cataluña moderna. Por imperativo artístico, la memoria de Sagarra termina en 1918, cuando la bestia teutona ha sido derrotada y el autor y sus amigos celebran la Victoria como algo propio. El libro se editó hace 40 años, pero no interesó a nadie fuera de Cataluña. Y es que entonces nadie nos quería. No como ahora, que somos la alegría de la huerta.
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