Un maestro entre nosotros
Está en Madrid, al frente de la Sinfónica de Londres, Pierre Boulez, no un mito de la contemporaneidad, sino una de sus más vivas realidades. Hay que recordar que el medio musical madrileño ha tenido más temprano y frecuente conocimiento de la obra de Boulez que de la de otros maestros de su generación. Desde 1957 empieza a interpretarse aquí su música y se da el caso curioso de que las Improvisaciones sobre Mallarmé se conocieron antes en Madrid que en París, lo que se repitió en el caso de la segunda sonata pianística.Gran parte de las actividades del grupo Nueva Música, de los distintos empeños de Luis de Pablo, los cursos del Ateneo o determinados festivales especializados giraron en torno a la creación y el pensamiento de Boulez. Menudearon los artículos y ensayos y en 1978 se publicó en español la biografía escrita por la francesa Martine Cadieu, que tendría continuidad, en 1985, en el apretado estudio de Jorge Fernández Guerra. Para esas fechas, la música de Boulez se ha asomado, incluso, a los ciclos de abono de la Orquesta Nacional, hasta que en 1992, dentro del Festival de Otoño, dos actuaciones del compositor con su Ensemble Intercontemporaine constituyen un doble éxito en el Palacio de los Deportes. Vuelve a sonar El martillo sin dueño, ya conocido, y Répons.
Gran director
Sin dejar de serlo, el compositor Boulez se ha convertido en el gran director, y como tal actúa en Barcelona o en el Festival de Granada, como ahora lo hace con la espléndida Sinfónica de Londres. Con la naturalidad que caracteriza todos sus actos hasta determinar su estilo, Boulez despliega su magisterio en todas las direcciones.A partir de 1974, enseña desde el Irgam de París creación e interpretación, ensaya y sintetiza en todos los dominios de la creación musical. Su concepto de "obra en marcha" parece iluminar los más variados ángulos del hecho musical, que analiza Boulez con tanto detalle y clarividencia, como las obras que dirige.
Uno de los grandes triunfos de ayer, contando con el talento del pianista Emmanuele Ax, fue el concierto Opus 42, de Schönberg, pensado y realizado con un vuelo y una ligereza de andadura que lo conectaba, secretamente, con el pasado remoto de los vieneses. Pudo comprobarse así que Schönberg no sólo hacía obra trascendente e interesante, sino también arte de alta belleza. Algo parecido podría decirse de las Cuatro piezas, de Bartók (1912), tan ricamente contrastadas, o de la rotunda claridad, estructural e ideológica, de la que se benefició la Sinfonía de tres orquestas, del neoyorquino Elliot Carter. Para final se vertió sobre la audiencia, sin retórica alguna, una verdadera apoteosis de vida y luces mediterráneas. Habrá que escribir con mayor detenimiento sobre estos conciertos y, siempre, sobre la figura determinante en la música de nuestro siglo que es Pierre Boulez.
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