Lo peor de lo mejor
Más del 95% de los alumnos cometen faltas de acentuación y dos terceras partes no aciertan nunca con las haches. Para mayor desazón, un 60% de los profesores confiesa no haber recibido una formación pedagógica adecuada para remediar las cosas. Ante este panorama el presidente del Consejo Escolar ha dicho que, después de todo, "no estamos metidos en un desastre". Podría efectivamente ser mucho peor. Se advierte incluso en estos días un cierto aire oficial de complacencia. Ante la probabilidad, no descartable, de toparse con una descalificación demoscópica que avalara la descalificación real, los responsables deben de sentir que las estadísticas les han salvado la cara.Todo el mundo, sin embargo, conoce el deterioro de la educación, la desmoralización de maestros y discípulos, el poco afán dentro de las aulas y, para coronar la escalera formativa, la catástrofe de la enseñanza superior. Este informe que tanto ha aliviado los temores del presidente del Consejo Escolar puede ser, paradójicamente, una decisiva contribución al despeñamiento. En la enseñanza, en el trazado de las carreteras, en la vigilancia policial, en la limpieza, en la elaboración del pan, la calidad va desmedrándose todos los días y la única solución para que el proceso se interrumpa -al menos, provisionalmente- es que una hecatombe haga imposible seguir mirando lo que ya era manifiestamente obsceno. Y esa hecatombe llega cuando, como ahora, los informes no se tienen todavía por "desastrosos" o mejor que lo peor.
En pocos años la feliz conquista de las libertades se ha deslizado hacia la permisibilidad y de ahí al abandonismo. Un abandonismo que, si trasluce en la despreocupación por la ortografía, se multiplica en la menguada exigencia por las cosas bien hechas. No sólo se trata de los materiales de los productos, como esas nuevas bolsas de plástico que hoy se descomponen al sentir el peso más leve, sino en la misma agresión estética del entorno. Vivir en Madrid contribuye a detectar el ataque, sea por el diseño de los trágicos mobiliarios urbanos sea por la hipóstasis de las Torres Kio, pero también el acoso persigue a cualquier votante español desde el color rosa del culo de las urnas a las corbatas de los candidatos. La asechanza no cesa. Sigue al cliente desde los diseños de los Vips o las cadenas de perfumería Juteco hasta las reformas que Aena va realizando sistemáticamente en los aeropuertos. No se detiene en los contenedores de basura, los edificios de El Corte Inglés o los escabrosos escenarios que van dejando tras de sí las urbanizaciones privadas.
El descuido por la calidad del producto situó a España, una vez que la mano de obra barata escaseó, en una difícil situación de competividad exterior, pero adentro de la nación incrementó una intensa convivencia con la chapucería que si en otros lugares hubiera hecho florecer mil OCUs aquí apenas se manifiesta en episódicas denuncias y cuando las cosas, como en el caso de la gasolina, llegan al incendio global. La enseñanza, la educación, tiene que ver con todo esto. Doblemente. De una parte, a quien se le enseña mal no aprende bien a distinguir lo que está mal de lo que está bien. De otra parte, de quien recibe un título de profesional sin eficiencia bastante podrá esperarse todo. Y temerlo todo.
¿Un consejo? No necesitará consejo el presidente del Consejo Escolar. Él mismo ha de ser consciente de que un alrededor destartalado, contaminado y feo degrada a los pobladores; unas casas tan pobres en materiales como las españolas envilece a quien las habita y un mobiliario mal diseñado, mal construido y desdichadamente tapizado, induce al mal. Igualmente, una expresión oral o escrita desmañada, una persona mal instruida, una mente mal amueblada componen un ser para la infelicidad y, finalmente, un ciudadano que empeora la ciudad o a sus vecinos; y convierte, al fin, para el desastre de todos, la lógica del progreso en la lógica de lo peor.
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