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Las mujeres y los niños primero

Enrique Gil Calvo

Las agresiones contra las mujeres parecen agravarse, a juzgar por su pública visibilidad (ya que no podemos estar seguros de la tendencia que sigue la cifra negra de agresiones ocultas realmente existente). Según las cifras presentadas en el Congreso por el ministro de Interior, la violencia familiar se cobró el año pasado 151 víctimas mortales, de las que 91 fueron mujeres asesinadas por compañeros o cónyuges. Y un dato tan desmedido merece algunas reflexiones.La mayor parte de los observadores entienden el maltrato femenino como producto de una regresión al pasado. Y este eterno retorno de la compulsión agresiva tendría una doble naturaleza. El que retorna puede ser el pasado personal del agresor. En este caso tenemos dos clases de regresión: la traumática, que obliga a retornar hacia una infancia primigenia donde ya se sufrió el maltrato paterno, y la psicopática de retorno hacia la perversión polimorfa de la infancia narcisista, que sólo busca el placer que el maltrato pueda procurar.

Pero el que retorna también puede ser el pasado histórico de la sociedad. En este caso tenemos una regresión hacia formas premodernas o tradicionales de despotismo patriarcal, cuando el pater familias era señor de horca y cuchillo como dueño patrimonial de vidas y haciendas. Así sucede cuando se recurre al tópico de la España profunda para justificar algún crimen calificable de atávico y ancestral. Esta explicación de retorno al pasado puede parecer verosímil, pero presenta la dificultad de que el pasado nunca puede regresar.

Es la vieja teoría del fósil, el residuo y la sobrevivencia, que hizo fracasar al viejo funcionalismo de la antropología evolucionista: ¿cómo pueden subsistir en el presente formas arcaicas de conducta ya superadas por la historia? Contradicciones como éstas sólo se eliminan rechazando la tesis de la sobrevivencia: el pasado nunca retorna ni regresa si quiera de forma grotesca, y si parece hacerlo sólo es como una readaptación enteramente nueva. Así es como Anthony Giddens, por ejemplo, acaba de explicar la violencia del integrismo islámico: no se trata de un retorno del pasado premoderno, pues el islam tradicional no asesinaba, sino de una innovación posmoderna, que busca cambiar el futuro mediante la acción directa.

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Y algo semejante sucede con la presente violencia contra las mujeres. No hay que entenderla como una sobrevivencia de la misoginia tradicional, sino como una innovación de la misoginia posmoderna. Y esto por una razón muy sencilla: la misoginia tradicional no agredía, violaba ni asesinaba. Es verdad que había despotismo masculino y sumisión de la mujer, pero no se ejercía violencia física más que de forma ritual, casi simbólica, siempre controlada y desde luego autolimitada. Era el complejo cultural del paternalismo, que regulaba el poder de los varones sobre las mujeres y que exigía protección, magnanimidad, autolimitación y condescendencia, de acuerdo a un código de caballerosidad y galantería que se expresaba en una sola máxima: las mujeres y los niños primero. De ahí que al varón tradicional no le pareciese conce bible la violencia ejercida contra las mujeres.

Pero en la presente modernidad tardía el paternalismo tradicional ha desaparecido, y por lo tanto ya no puede actuar como un freno de control, capaz de limitar la agresividad masculina. Los varones posmodernos ya no se encuentran obligados a sentirse protectores de las mujeres, y por lo tanto, en cuanto creen sufrir agravios comparativos, no dudan en agredirlas. Ésta es la radical novedad histórica, que explica el auge de una violencia misógina inédita hasta la fecha. ¿Y por qué está desapareciendo el complejo paternalista? Sin duda, por la creciente independencia eco nómica de las mujeres, que les permite dejar de necesitar protección masculina. Pero hay más razones.

La raíz económica del paternalismo residía en el patrimonio familiar, que hoy ha perdido su antiguo papel articulador de la estructura social. Cuando la herencia definía la jerarquía social, el paternalismo regulaba los linajes familiares. De ahí la coherencia de máximas como las mujeres y los niños primero, que imponían la exigencia de proteger y salvaguardar el futuro del patrimonio. Pero el cambio social ha devaluado las herencias patrimoniales, y hoy son los ingresos derivados del trabajo personal el único criterio de selección social. En consecuencia, aquel paternalismo que exigía proteger a mujeres y niños ha quedado obsoleto hasta caer en el descrédito. Y la protectora magnanimidad del patriarca tradicional desaparece, cediendo su lugar a la insolente prepotencia del perdonavidas posmoderno.

Antaño, cuando los barcos familiares se hundían, su tripulación masculina se esforzaba con paternalismo por salvar a las mujeres y a los niños primero. Y el capitán de cada barco, en tanto que cabeza de familia, se sabía obligado a hundirse con su nave antes que dejar que se ahogase ninguno de sus familiares a su cargo. Pero ahora, en la modernidad tardía, ya no es así. Cuando el Titanic familiar naufraga, los valores les disputan a mujeres e hijos los mejores puestos en el bote salvavidas, llegando a arrojarlos por la borda con tal de salvarse ellos. Y es que sin patrimonio que salvaguardar, el paternalismo masculino ha dejado de tener sentido. Por eso los barcos familiares navegan a la deriva sin un capitán paternal dispuesto a evitar los naufragios o a hundirse con ellos. Y cuando la colisión con algún iceberg se produce, los varones pugnan por salvarse como ratas que huyen, dejando que quienes se ahoguen sean las mujeres y los niños primero.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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