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Democracia mediático-legalista

Fernando Vallespín

¿Qué tienen en común Bill Clinton y Luis María Anson? Lo siento, no es uno de tantos chistes, como el ya conocido que identifica al presidente estadounidense con B. Yeltsin. Más bien pretendo aventurar la tesis de que tanto el Lewinskygate como la Ansonada son expresivos de uno de los rasgos más sobresalientes de nuestras democracias, cada vez más abocadas a una redefinición mediática y a una creciente presencia judicial-legalista. No es una tesis nueva, ha sido bien planteada, insistiendo en su aspecto mediático, en la teoría de la "democracia de audiencia" de B. Manin o en la " vídeo-política" de G. Sartori y, en su doble movimiento mediático-judicial, por parte de A. Minc. La idea básica es que el protagonismo central que en todo sistema democrático tienen el pueblo y la clase política está trasladándose cada vez más hacia los medios de comunicación y hacia una comprensión de la política crecientemente judicializada, "legalista" más bien. Los supuestos "mediadores" y quienes ejercen la "tutela" del sistema democrático se van convirtiendo poco a poco en sus actores decisivos.¿Por qué son relevantes a estos efectos los dos casos mencionados? Veámoslos con un poco de detalles. Lo más interesante del affaire de Clinton es esa perversa combinación de, por un lado, una desbordante acción mediática y, por otro, el afán inquisitorial del fiscal Starr. Unos y otros se retroalimentan mutuamente en un espectáculo al que los ciudadanos asisten más divertidos que indignados, como muestra la larga lista de chistes en Internet. Y ello a pesar de las serias consecuencias derivadas del asunto: la posibilidad del primer impeachment de un presidente "de cintura para abajo", como dice The Economist. Fuera de los grandes imputados en esta tragicomedia, Clinton y Lewinsky, los grandes protagonistas son los medios y la cabeza visible del aparato legalista: el ya mencionado fiscal Starr y el abogado Ginsburg, además el Gran Jurado en la sombra, ante quien va desfilando la larga caterva de personajes que son minuciosamente filmados por las cámaras. De mis largas horas sentado ante la CNN, tanto siguiendo este caso como la reciente ejecución de Karla Whittaker, recuerdo sobre todo los comentarios de decenas de juristas e incluso de algún que otro predicador, pero apenas de parlamentario alguno. Éstos ya se encontrarán todo bien cocido antes de pronunciarse, si es que llega el caso.

El pobre ciudadano, al que B. Manin describe en su sentido literal de público que asiste a una representación de la política escenificada en los medios de comunicación, no por ello deja de participar en ella. Se trata, sin duda, de una participación virtual -mediada también por quienes montan el espectáculo- que se manifiesta a través de los sondeos de opinión. El Lewinskygate sufrió un giro insospechado al detectarse en las encuestas que los ciudadanos valoran más las virtudes públicas del presidente de lo que condenan sus vicios privados. Lo siento por los predicadores y por la conspiración moralista contra Clinton, si es que existe, y esto puede hacernos dudar también sobre la defición de EE UU como la "segunda teocracia del mundo" (John Gray). Lo interesante del caso es ver cómo esta "vídeo-política" introduce a la ciudadanía en la discusión en la forma de sondeos, haciéndoles sentirse partícipes de aquello que se les representa; algo parecido a los concursos de la televisión o a los programas debate en los que el público puede pronunciarse por una u otra opción planteada. La mayor o menor corrección técnica de las encuestas es ya una cuestión menor una vez conseguida esta gran dependencia de la política de técnicas sociales no cuestionadas, como son también las estadísticas de los niveles de inflación, de paro o de aumento del PIB. Y al igual que en estas últimas, como bien dice Sartori, la opinión pública se presenta como un "dato" que se da por descontado. El problema, como subraya el politólogo italiano, es que al final "el pueblo soberano 'opina' sobre todo en función de cómo la televisión le induce a opinar".

Desde luego, en España estamos todavía lejos de la situación americana, mucho más avanzada en esta tendencia que cualquier otro sistema europeo. Pero el caso Anson refleja también con claridad esa conciencia de los medios sobre su posición central en el sistema político. En su soberbia, los "conspiradores" no sólo pretendieron suplantar la "auténtica" opinión -únicamente verificable con seguridad en las elecciones-, sino que aspiraron a convertirse en el único "espejo crítico" (Pedro J. Ramírez) de la sociedad. La única garantía de conformar una opinión pública plural es que haya medios también plurales, una pluralidad de espejos, que es la idea que subyace también a la diferencia entre gobierno y oposición. Y aquí es donde entra su obsesión, luego traslada al nuevo gobierno, sobre la necesidad de "marginalizar" o contrarrestar a aquellos grupos mediáticos no afines. Dada la situación de desideologización reinante y las pautas básicas sobre las que se sustenta hoy la política, en ninguna conspiración de estas características puede faltar, además de los medios, la compañía judicial-legalista. Frente a ellos, los actores políticos "verdaderos", los representantes políticos electos, actúan de meros comparsas. Sólo se alcanza el triunfo si, además de ganar las elecciones la opción favorecida, se consigue filmar el baile de asistencias judiciales -el que luego haya condena o no es secundario- de los políticos "designados" o de los propietarios de los medios enemigos.

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Nadie duda de la importancia del poder judicial para afianzar o proteger el Estado de derecho, pero el no saber marcar las distancias entre lo que compete a la justicia y lo que corresponde a la política no es bueno ni para la justicia ni para la política. Aquí es donde se encuentra el error más grave de Felipe González, incapaz de ver la importancia de la asunción de responsabilidades políticas para vigorizar el sistema democrático. Cuando se admira la capacidad de la democracia inglesa para generar una política responsable suele ignorarse el uso tan económico que en ella se hace del recurso al sistema judicial. Un sistema que carece de la tutela de un tribunal constitucional exige una indudable responsabilidad y lealtad a la Constitución en el ejercicio de la capacidad legislativa. Y los representantes populares son también plenamente conscientes no sólo de su sujeción a ley, sino también de la necesidad de dar cuenta de sus acciones ante quienes les eligieron. No nos quejemos luego de no hacer un uso responsable de nuestro voto si somos hurtados de la capacidad de decidir y evaluar las responsabilidades políticas hasta que no recaiga sobre ellas una decisión técnicojudicial. Pero bueno, aquí metemo -como apuntaba F. González a este mismo periódico- que esta misma "conspiración" de la que estamos hablando acabará teniendo también un desfile televisado por los tribunales.

Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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