Eutanasia y derecho a morir dignamente
Hay que agradecer a Ramón Sampedro que su meditada decisión de abandonarnos haya confrontado inevitablemente a nuestra sociedad con un problema irresuelto como el de la eutanasia. Las líneas que siguen no pretenden profundizar en las fundamentadas razones éticas que avalan las prácticas eutanásicas, ni siquiera en el indudable apoyo que, sin duda, les otorga nuestro texto constitucional. Pretendo, más bien, señalar algunas reformas legales imprescindibles para superar los numerosos problemas con los que tropiezan aquellas personas que, ante una situación sanitariamente desesperada y para ellas mismas insoportable, desean ejercer su derecho a morir en el momento que ellas consideran oportuno.Conviene ante todo que, a partir de un caso llamativo y admirable, no perdamos de vista el núcleo del problema: el mayor número de casos donde se impide el efectivo ejercicio del derecho aludido surge, con gran diferencia, en situaciones aún más evidentes que la que padecía Sampedro. Son aquéllas que se suelen denominar, con cierta imprecisión, de eutanasia pasiva.
Me refiero, entre otros supuestos, a enfermos terminales, que ya han iniciado la agonía, y a los que una medicina arrogante, incapaz de todos modos de impedir esa muerte tan cercana, prolonga inútilmente el tránsito hacia ella. O a los enfermos que padecen una dolencia que les va a llevar en breve plazo a la muerte, y a los que se persiste en aplicar tratamientos con mínimas o nulas posibilidades de éxito, despreocupándose de los graves sufrimientos que padecen, o limitándose a contrarrestarlos a través de la provocación de estados de inconsciencia o semiinconsciencia, producto de la sedación y que les impiden regir el desenlace de su vida.
El que en tales casos con gran frecuencia no se atienda a los deseos de morir del paciente no deriva, aunque pudiera parecer lo contrario, de la calificación de tales conductas como delictivas por el Código Penal: el castigo atenuado que el artículo 143.4 del código realiza de las conductas más problemáticas, las de eutanasia activa, conduce inexorablemente a la interpretación de que la eutanasia pasiva ya no constituye delito.
Los problemas vienen de otro lado, de la ausencia de una adecuada legislación sanitaria: a diferencia de lo que cada vez es más habitual en los países desarrollados, carecemos de una reglamentación administrativa que regule tales situaciones en el ámbito donde más frecuentemente se producen, los centros hospitalarios. Por el contrario, el artículo 10.6 de la ley general de sanidad está siendo interpretado en su acepción más restringida, en virtud de la cual se afirma que existe el deber médico de mantener la vida del paciente en toda circunstancia, aun en contra de su voluntad.
Resulta urgente una norma Iegal que establezca contundentemente que todo inicio o continuación de un tratamiento en las situaciones sanitarias antedichas vaya precedido del consentimiento expreso del paciente debidamente informado.
Ello implica asegurar que se va a suministrar al afectado que no se oponga la información necesaria para tomar la decisión, y establecer los requisitos de validez de la misma. Además se ha de garantizar que su voluntad no va a ser usurpada por la de sus familiares o el médico; y hay que legitimar las declaraciones vitales del afectado formuladas en previsión de que entre en una situación de inconsciencia en la que ya no pueda manifestar su opinión, posibilitando asimismo el nombramiento por éste de representantes legales que puedan decicir en su nombre llegado el caso. Todo, ello debe ir acompañado de un específico, adecuado y fiable procedimiento de verificación de las situaciones sanitarias extremas a las que aludimos de suministro de la información correspondiente y de averiguación de la auténtica voluntad del paciente o sus respresentantes:con él se ha de garantizar la necesaria seguridad jurídica a todo el personal sanitario interviniente. Finalmente, deberán ofrecerse alternativas eficaces a la eventual objeción médica.
Sólo así se podrá hacer frente a una realidad en la que predominan unos pacientes desinformados sobre su auténtica situación, con frecuencia por expreso deseo de sus familiares o por incapacidad del médico para cumplir con su deber de información. Ello hace que la posibilidad de una muerte digna quede hoy al albur de tropezar con un profesional sensible y responsable.
Y naturalmente también hay que modificar el Código Penal en relación con otro significativo grupo de situaciones, minoritarias, puro respecto a las cuales el Estado se sirve del derecho penal para impedir la libre autodeterminación del paciente: me refiero a supuestos en que la situación terminal, la avanzada enfermedad mortal o el padecimiento que te impide de manera generalizada valerte por ti mismo, son considerados por el afectado, de un modo socialmente comprensible, como indignos de ser vividos y para cuya evitación solicita que alguien le ayude a morir.
Aunque el Código Penal, en estos casos de eutanasia activa, ha rebajado notablemente las penas, hasta el punto de que los meros cómplices no cometen delito y los que cooperan con actos especialmente importantes pueden conseguir no ir a prisión, lo cierto es que se siguen previendo penas de cárcel para quienes en situaciones tan extremas presten una ayuda esencial o ejecuten ellos mismos la muerte a quien se lo demanda.
Debería establecerse en estos casos una exención de pena a quienes ayudaran a morir a tales personas, siempre que se cumplieran unos requisitos muy estrictos que debieran ser objeto de una regulación al margen del Código Penal. En línea con algunas propuestas ya existentes, como la muy minuciosa elaborada por el grupo de estudios de política criminal, las exigencias deberían prestar una redoblada atención a la realidad de la situación sanitaria de la que se trate, a la seriedad de la solicitud del afectado y a las posibilidades de actuación de las que él mismo dispone, debiéndose procurar que todo el proceso esté de alguna manera bajo control médico.
Pero, sin perjuicio de las precauciones que se tomen para evitar abusos y desprotecciones indeseados, no podemos ignorar que la tecnificada medicina moderna nos ha colocado ante situaciones nuevas, antes difíciles de imaginar, frente a las cuales muchos ciudadanos exigen que el Estado -la Administración sanitaria- garantice el derecho, no sólo a vivir, sino también a morir dignamente.
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