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Tribuna
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Ante el conflicto

La política española ante la crisis del Golfo es inevitable, en consecuencia digna de apoyo y, ciertamente, poco airosa.Es inevitable porque, dígaselo que se diga, carece de alternativa. Desdichadamente, a la hora de recurrir a la fuerza, Naciones Unidas, hasta hoy, son incapaces de otra cosa que de revestir las opciones de la oligarquía internacional, cada día, dicho sea de paso, más reducida. Sin consenso o con él, así ocurrió en Corea y después en el Golfo. Y cuando no ha sido así, las misiones de Naciones Unidas han resultado un rotundo fracaso, por ejemplo en Somalia. En esta ocasión, una vez más, el Consejo de Seguridad no marcará la línea de acción, sino que seguirá la opción de Estados Unidos y de sus aliados. España hará bien jugando con el aval tácito de la organización, pero no puede pender de su reiteración expresa, como no va a pender la realidad.

Otro tanto ocurre con la Política Exterior Común de la UE. Para bien o para mal, no existe. Las acciones relevantes que se han producido en política internacional no han sido de la Unión, sino de la Santa Sede en Cuba, de Alemania en el este de Europa, de Gran Bretaña en Oriente Medio, de Francia, ciertamente, ninguna, pero en todas partes. Los aliados europeos de Estados Unidos no tienen, otra alternativa que apoyar la política norteamericana en el Golfo, donde, además, se defienden intereses, en último término, comunes. Inglaterra, como siempre, supo llegar.. antes, y los demás van siguiendo el mismo camino.. Lógicamente, España no podía ni debía ser una excepción.

A España, en fin, le interesa sobremanera la alianza norteamericana en el Mediterráneo y fuera-de-área hacia el sur, porque, hoy y en el futuro previsible, en ella radica la mejor garantía de nuestra seguridad. Ante el escenario de conflicto más previsible, la diplomacia y cooperación son instrumentos fundamentales y que deben cultivarse al extremo. Pero la política de seguridad tiene una última ratio, que son las armas, y para nosotros, cualquiera que sea el esfuerzo propio en la materia, un esfuerzo que debería intensificarse, la seguridad pasa por la conexión con EE UU y su presencia en la zona. Don Alfonso XIII jugó con acierto la alianza británica en este sentido, y es lógico que, tras el relevo de poder que expresó la doctrina Truman, nuestro principalísimo aliado sea Estados Unidos. La eficaz colaboración española a través de un apoyo logístico que ponga de manifiesto la utilidad del sur de la Península es buena manera de revalorizar esa alianza.

Que, además, Sadam Husein sea un reconocido genocida que pone en peligro la estabilidad de una zona crucial para la seguridad del mundo legitima, más que cualquier formalismo, las exigencias de una política de poder en la que España hace bien defendiendo sus intereses. Por eso, la opción del Gobierno, en la misma línea que la de su antecesor en 1991, es, a mi juicio, digna de apoyo. Para poder confiar en la solidaridad de mañana es preciso ser solidario hoy.

Y, dicho esto, también hay que destacar lo poco airoso de la actitud española, algo que en política exterior es más que importante. Y no me refiero al escaso y mal esfuerzo que se hace para explicar una posición que, tal como se presenta, pasa por servilismo. Me refiero a una actitud temerosa y pasiva que no es imputable a este Gobierno, sino a una sociedad sin más pulso político que la pasión por el chisme, a la que no importa ni el interés, ni la gloria, ni el largo plazo, ni la política exterior, ni la seguridad. Se vio en 1991 -recuérdense los llantos y las manifestaciones inéditas en otras latitudes- y se ve hoy aún más. Los españoles sienten miedo de abrir las bases a sus aliados. ¿Cómo pedirles, además, una presencia física semejante no ya a la británica, sino a la canadiense o australiana y a la que quieren tener checos o húngaros? España, una vez más, su sociedad y su opinión, es diferente.

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