Un hombre libre
Hay grandezas que nacen del heroísmo, del crimen o del apocalipsis, ya sea como promesa o amenaza. Y hay grandezas que surgen de forma perfectamente inverosímil de un cuerpo frágil que parece diseñado para ocultar al mundo exterior la ingente fortaleza de espíritu que acoge. Ernst Jünger, que acaba de morir semanas antes de cumplir los 103 años, es un ejemplo de estas últimas. Este hombrecillo con aspecto de sastre judío de Berlín se permitió sobrevivir a los dos grandes monstruos, a Hitler y a Stalin, en medio siglo. Cumplidos los cien años, se permitió subir las grandes escalinatas del monasterio de El Escorial cuando iba a ser nombrado doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid. En aquellos momentos, lo comentaría después durante una cena, le interesaban mucho más Felipe II y Cervantes que los dos máximos matarifes de este siglo XX.Pero no sólo en aquellos momentos adquiría España para él una importancia especial. Para él, el Quijote era, sin más, "la novela". Y siempre tuvo un inmenso interés -fijación se podría llamar- en el descubrimiento de América. Un hombre con su valentía intelectual y su libérrimo pensamiento, pero también su infinita cultura, jamás hubiera pasado de esbozar una sonrisa ante esas acusaciones bienpensantes de lo políticamente correcto que califican toda la gesta americana, desde Tierra de Fuego a California, como una caprichosa matanza de unos bárbaros, aplicando a los siglos XVI y XVII la escala de valores de, por ejemplo, Martin Luther King o Hans Küng, o las ridículas tesis sobre la conquista de América de ese peculiar analista histórico del Caribe que es Fidel Castro.
Tampoco perdió mucho de su precioso -aunque haya que reconocer ahora que muy cuantioso- tiempo en rebatir las acusaciones tan fáciles sobre el supuesto carácter "fascistoide" de su obra, siempre hechas por esos bienaventurados que todo lo leen lejos en tiempo y espacio y dictan con tanta ignorancia como arrogancia sus sentencias sobre épocas de las que no tienen ni la más remota idea. Jünger fue mucho más que un escritor de obra prolífica. Fue un pensador y un científico, fue un descubridor y un escudriñador de la historia, del mundo visible y pensable. Hay que pensar en otros dos grandes alemanes, Alexander von Humboldt y Goethe, cuando se pasa revista a la ingente y pluralísima obra de este hombre de letras que no leía periódicos y tenía una de las más magníficas colecciones del mundo de escarabajos y otros insectos.
Pero además de la longevidad Jünger se ha permitido el inmenso lujo y la no menor osadía de pasearse por este siglo hasta el final con una lucidez que podía hacer ruborizarse a alguno de los más listos y cultos de profesión y ostentación, aquí en España y en cualquier punto del globo. En la cena que compartimos en el restaurante Horizontal de los montes escurialenses, y mientras encendía un cigarro Dunhill y bebía vino de Rioja, el centenario comentaba algunas conversaciones con Heidegger y Spengler, y en alguna ocasión se permitía dar la fecha exacta de las susodichas charlas. Hasta hace muy poco ha viajado desde su residencia habitualen Wilfingen, en Suabia, ha nadado, andado en bicicleta y se ha dedicado con pasión a su jardín, ese gozo que con frecuencia descubren los hombres sabios.
Otros hablarán de su ingente obra, escrita además en un alemán bellísimo. Este hombre será sin duda denostado por algunos episodios de su pasado, como su juventud guerrera o por la indiferencia que le producían tragedias personales que consideraba parte inseparable del devenir de la historia y del cosmos. Siempre pensó un poco o un mucho más que los demás, tuvo una intuición genial para prever las monstruosidades de este siglo, y se ha despedido con la mayor conquista que puede alcanzar un humano al final de su vida, el don que le acerca definitivamente a los dioses, dicen algunos. Es ni más ni menos que la certeza de que se ha luchado con éxito con el tiempo. Y eso es, ni más ni menos, que la serenidad.
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