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La gran ambición

Juan José Millás

Un día fui a la ferretería de la calle Vinaroz a comprar una lámpara de 40 vatios (ni la vida ni los ojos daban para mas en aquella época) y estaba el cierre echado. Un cartel con los bordes negros decía así: "Cerrado por defunción".-¿Y la bombilla?

-preguntó mi madre al verme entrar con las manos vacías.

-La ferretería estaba cerrada por defunción.

-Vaya por Dios.

Ahora ya no se ven estas cosas en Madrid, porque la muerte tampoco es lo que era, pero yo a veces imagino que voy un lunes o un martes a El Corte Inglés de Azca, por ejemplo, del que soy adicto, y lo encuentro cerrado por defunción. Quizá no sea del todo imposible, pero supongo que para cerrar un establecimiento de ese tamaño sería preciso que se muriera alguien muy grande en el sentido literal del término: un gigante. Vamos, que si un día clausuraran El Corte Inglés por defunción, el difunto tendría que tener al menos el tamaño del palacio de Oriente, y no hay cadáveres así, excepto el del propio palacio, que no guarda ninguna relación de parentesco con los grandes almacenes.

Al final, todo se reduce a un asunto de proporciones. En mi época, para que clausuraran una ferretería bastaba con que falleciera el padre del dueño. Pero, claro, la mercería tenía 90 metros cuadrados y el difunto pesaba 80 kilos. Había armonía entre una cosa y otra. Y no es sólo por eso, sino por una cuestión digamos económica. Personalmente, no tengo experiencia de gestión, pero me parece que no es lo mismo darle el día libre a la señorita que coge los puntos a las medias y a un par de aprendices que a los miles de empleados de unos grandes almacenes. Una jornada de trabajo, traducida en sueldos, lo mismo son cientos de millones, más que una bonoloto. No hay cadáver que valga ese precio, creo yo. De hecho, ahora mismo no hay cadáver que valga dos duros. El mercado se los traga a una velocidad tremenda.

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-Se ha muerto el dueño del restaurante de la esquina.

-No me hables de los muertos de hoy, que ya están pasados de moda. Háblame de los de mañana, o de los de la semana que viene.

Actualmente, los cadáveres tienen una rotación tremenda. No digo que no den pena, pero es una pena que se amortiza en 24 horas. Los muertos se parecen a los libros en eso, en la rotación: hay títulos que no duran ni dos días sobre la mesa de novedades.

-Perdón, señorita, ¿dónde está ese libro sobre la eyaculación precoz que había ayer aquí?

-Lo hemos pasado a la trastienda, porque no vendía bien.

Es lo que sucede a los cadáveres, que no tienen demanda, al menos en Madrid: el mercado de la pena está fatal por culpa de la globalización económica. Lo sé porque voy mucho al tanatorio de la M-30, que le ha dado una vida tremenda a ese barrio, y puedo asegurar que los muertos no duran nada sobre la mesa de novedades. Igual que llegan, salen. Y eso es porque no los quiere nadie. Precisamente, el otro día fantaseaba también con la posibilidad de llegar al tanatorio y encontrarlo cerrado por defunción. Ya sé que es imposible, claro, para cerrar el tanatorio por defunción tendría que morirse un muerto, y no es costumbre. Pero yo siempre he sido partidario de que el tanatorio lo dirijan los difuntos: es más razonable, aunque la cuenta de resultados no cuadre. Que sean los muertos los que entierren a sus muertos.

Total, que le dije a mi madre que la ferretería estaba cerrada por defunción y en lugar de mandarme a otra, cogió el dinero y dijo que ya compraríamos la bombilla de 40 vatios al día siguiente. Para lo que había que ver. Era nuestro modo de dar el pésame. Hoy, en cambio, si fuéramos a comprar una cosa y nos encontráramos con el cierre echado por fallecimiento del dueño, nos parecería una falta de atención al cliente, una descortesía. Por eso, si a mí me preguntaran a qué aspiro en la vida, diría que a que El Corte Inglés hiciera fiesta el día de mi muerte. Parece que estoy viendo el cartel de cerrado por defunción pegado al escaparate, en plan esquela, bajo una bombilla de 40 vatios. Siempre me ha perdido la ambición.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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