Simpatía por el demonio
Detrás de la espectacularidad de algunas de sus imágenes, más allá del lujo desenfrenado que constituye una de sus marcas de estilo, la película Pactar con el diablo es una aparatosa y excesiva colección de cromos bonitos cargados de ideología rancia, uno de esos productos que tanto gustan al público neoconservador norteamericano.Véase de qué va la cosa: una mujer ultrarreligiosa que ha cometido un desliz -esto lo sabremos muy pronto- ha engendrado a un bonito muchachito, un abogado brillante, que se ha casado con una beldad sureña -estas cosas sólo pueden pasar en el Sur-, ambicioso, por aquello, suponemos, de ocupar su lugar en el mundo al precio que sea. La beldad tiene, no obstante, un defecto, además de sus manifiestas virtudes: resulta que es aún más ambiciosa que su cónyuge.
Pactar con el diablo
Dirección: Taylor Hackford. Guión: Jonathan Lemkin y Tony Gilroy, según la novela de Andrew Neiderman. Fotografía. Andrzej Bartkowiak. Música: James Newton Howard. Producción: Arnold y Anne Kopelson. Estados Unidos, 1997. Intérpretes: Al Pacino, Keanu Reeves, Charlize THeron, Jefrey Jones, Judith Ivey, Connie Neilsen, Craig T. Nelson, Tamara Tunie. Estreno en Madrid: cines Aluche, Liceo, Victoria, Lido, Albufera, Coliseum, Benlliure, Acteón, Morasol, Cartago, Luna, Colombia, Cristal, Palafox, Florida, Vaguada, UGC Cine Cité.
Que tal muchachito -Reeves: ¿hay peor actor en el firmamento estelar del Hollywood contemporáneo?- sucumba a los cantos de sirena de un gran despacho de abogados, al frente del cual hay un enigmático, desenfrenado Al Pacino, es sólo el motor obvio de la acción. Y si Pacino desarrolla su arsenal de seducción como anteriormente hicieran dos de sus máximos competidores, Jack Nicholson en Las brujas de Eastwick y Robert de Niro en El corazón del ángel, sólo se puede interpretar como un síntoma de mejoría: para residir hoy en el olimpo de la industria ya no es preciso, como hace pocos años, hacer de tonto para llevarse el gato al agua.
Así las cosas, Pactar con el diablo avanza entre multitud de referencias genéricas. Empieza siendo un filme de los llamados de juicios, más tarde hace un requiebro para adentrarse en uno de los filones más jugosos de estos tiempos, como es la crítica de los grandes despachos de abogados, un poco tras la estela de La tapadera, y desemboca, en un giro previsible, hacia el filme fantástico, pues no en vano Pacino es quien es, o sea, el Señor de las Tinieblas.
Lo que asombra es que la puesta en escena, a cargo del habitualmente excesivo Taylor Hackford, se lance en la segunda mitad del metraje tan sin reservas hacia el terreno del efecto especial y al jueguito parapsicológico de visiones dantescas, dándose de bofetadas con la estética anterior.
Pero, en todo caso, detrás de su mensaje desembozadamente religioso -el único personaje coherente de toda esta película es la madre, que se pasa en la iglesia, mientras el único que es capaz de entender lo que pasa sucumbe brutalmente-, el filme propone una aviesa posibilidad para no perder adeptos: que el respetable tome en consideración, al menos por una vez, los puntos de vista de Satán, brillante y seductoramente expuestos por Al Pacino en la secuencia penúltima.
Y a eso se limita la película: a demostrar, por si todavía hiciera falta, el talento inmenso de este pequeño gran actor, su inefable galería de recursos, su habilidad para tomarse en serio un producto tan endeble.
Juguete caro
Por la actuación de Al Pacino, y sólo por su presencia, merece la pena perder un rato para ir a ver este bodrio disfrazado de juguete caro.Baste sólo con enunciar uno de sus momentos, en medio de una escena mundana: el abogado Al Pacino conoce a la bella esposa de Keanu Reeves, se acerca a la dama y hace con ella un aparte, lejos de las miradas, no obstante bien atentas, del resto de los invitados a una fiesta. Y sigue así la cosa: con habilidad que sólo parece al alcance de un divo, el actor inicia una secuencia de seducción; y sólo con indicar a Charlize Theron las conveniencias de un cambio de peinado, logra un momento de intenso, casi desatado erotismo, muy por encima del interés general de este producto tonto, banal, previsible y maniqueo.
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