El 'nuevo paradigma'
En su obra magna, el economista más influyente del siglo afirma que son las ideas y no los intereses las que mueven el mundo. Escribe Keynes: «Las ideas justas o falsas de los filósofos de la economía y de la política tienen más importancia de lo que en realidad se piensa. A decir verdad, ellos dirigen casi exclusivamente el mundo. Los hombres de acción que se creen plenamente eximidos de las influencias doctrinales son normalmente esclavos de algún economista del pasado». Si ello fuese más o menos así, cobra mayor significación lo que desde hace algún tiempo comienza a denominarse nuevo paradigma estadounidense: un conjunto de elementos económicos que definen la bondad del momento por el que pasa la superpotencia mundial: crecimiento sostenido, baja inflación, pleno empleo, alto consumo y -novedad de novedades- la previsión de un superávit en las finanzas públicas (se ingresa más que lo que se gasta) con el cambio de milenio. Los datos referentes a la macroeconomía son espectaculares: en 1997, el producto interior bruto creció un 3,7%; el paro oficial no llegó al 5%, el más bajo desde la crisis del petróleo en 1973 (tres millones de puestos de trabajo generados en ese ejercicio); los precios superaron por muy poco el 2%; el déficit público ha sido tan sólo un despreciable 0,3% del PIB; y Wall Street tuvo una revalorización media de más del 22% (por tercer año consecutivo por encima del 20%). Un total de 82 meses seguidos creciendo, más los que se prevén, dan para pensar que la teoría clásica de los ciclos económicos ha caducado, y que éstos se amplían, no se sabe con qué cadencia, en la era de la globalización.
El demócrata Clinton se ha vengado de los republicanos Reagan y Bush, ejemplos de la ortodoxia de nuestros tiempos. Con unas tesis que, por tradición, se podrían considerar más cercanas al keynesianismo, Clinton ha corregido, en buena parte, los catastróficos desequilibrios que obtuvieron los paladines americanos de la revolución conservadora. Ésta comenzó en EE UU en 1980, cuando el congresista Jack Kemp, miembro de un pequeño grupo de ideólogos de la economía de la oferta, aceptó respaldar a Reagan para la candidatura presidencial siempre y cuando se comprometiera con un programa radical de reformas económicas que incluía fuertes recortes de impuestos y drásticas reducciones del gasto público y de la Administración, aumentando al mismo tiempo los gastos militares. El resultado de este experimento lo cuenta con precisión David Stockman, director de la Oficina del Presupuesto de la Administración de Reagan, en su libro El triunfo de la política. Por qué fracasó la revolución de Reagan: un déficit apabullante de un billón de dólares en vez del presupuesto equilibrado que el presidente había prometido al electorado norteamericano en 1984.
No es de extrañar que Clinton, al anunciar un superávit público a partir de 1999, advirtiese con gran énfasis que hará todo lo posible para evitar que esta nueva situación se utilice como pretexto para volver a las políticas fallidas del pasado: entre 1981 y 1992 se dio una extraña combinación de reducción de impuestos para las empresas y los ciudadanos de rentas altas (basado en la equívoca curva de Laffer) y una expansión de la demanda a través del gasto militar: lo que se ha definido como un keynesianismo de derechas. «Nos gastamos el dinero, multiplicamos por cuatro la deuda, hicimos subir los tipos de interés y arrastramos al país a un terrible agujero del que ahora estamos saliendo a duras penas», ha dicho Clinton, quien quiere «poner fin a tres décadas de caos presupuestario, un periodo en el que los ciudadanos han perdido la confianza en el Gobierno y en la capacidad de sus líderes de administrar los negocios del pueblo».
Esas tres décadas de déficit público han reducido los deseos demócratas de un mayor gasto social y limitado las ensoñaciones republicanas de rebajas fiscales. Ahora que se anuncia un cambio de tendencia para el próximo lustro, la polémica se reactiva en términos parecidos a los del pasado, aunque con graduaciones menores: cómo repartir las cifras del superávit. Newt Gingricht, presidente de la Cámara de Representantes -digno sucesor de Reagan-, pide una reducción de impuestos y la utilización del dinero público excedente para reducir la gigantesca deuda pública (más de 800 billones de pesetas, lo que concede a Estados Unidos el título de país más endeudado del mundo); por el contrario, Clinton pretende «salvar a la Seguridad Social en primer lugar» y luego pagar la deuda; y propone nuevas partidas sociales para el Medicare (sistema de salud de los ancianos), la educación y la atención médica de los niños más humildes. He aquí desnudo el clásico dilema ideológico sobre la asignación de recursos públicos escasos. Vamos a ver en toda su grandeza el resultado de la tensión entre el poder legislativo, en el que los republicanos son mayoría, y el presidente demócrata, Bill Clinton, en los asuntos en que existan diferencias entre ambos.
En el nuevo paradigma no todo puede ser optimismo desbordante. Hay otra clase de realidad que no suele figurar en el mismo nivel de la discusión sobre el modelo americano. Se trata de la ausencia de vertebración social que origina una desigualdad creciente y galopante; el país del melting pot de razas y colores lo está suprimiendo entre las clases sociales. Lo ha descrito con nitidez en estas mismas páginas Robert Reich, secretario de Trabajo de Clinton hasta 1996 (Economía abierta y cohesión social; (veáse El País del 16 de enero): Estados Unidos parece haber elegido implícitamente crear un gran número de empleos, con la consecuencia de una desigualdad de los salarios y de las ventajas sociales, así como un descenso del nivel de vida del tercio más desfavorecido de la población; desde hace 20 años, una gran parte de la población sufre una congelación o una reducción de los salarios reales. En 1996, el salario medio real se situaba por debajo de la media de 1989; la proporción de norteamericanos que puede ser considerada pobre -según la definición y estadísticas oficiales- es hoy superior a la de 1989. «Al mismo tiempo», dice el economista americano, «los salarios más altos, y aquellos que se les acercan, han conocido uno de los crecimientos más fuertes jamás registrados en este u otro país. El foso entre los salarios altos y bajos (el 10% entre la parte superior e inferior de la escala) ha aumentado hasta alcanzar un nivel récord desde la Segunda Guerra Mundial. Es la mayor diferencia de todos los países desarrollados» (el destacado es nuestro).
Estos ingredientes contradictorios, menos visibles en el discurso cotidiano, forman parte también del núcleo central del nuevo paradigma que se ha puesto de moda, aunque no todos crean en el mismo: Paul Krugman, en su reciente visita a España, lo bajaba de tono: «Eso del nuevo paradigma es una estupidez. Quienes ahora afirman la superioridad del modelo económico de Estados Unidos son los mismos que hace cinco años proclamaban lo anticuado de ese modelo y defendían el japonés o incluso el europeo». Haya o no nuevo paradigma, para que sirva de espejo de quienes lo emulen o lo rechacen habrá que analizarlo en su totalidad, no con la unilateralidad con que lo presentan quienes pretenden confiscar el pensamiento para reducirlo a una única variante del mismo. En ese cóctel seguramente habrá que mezclar otros factores sociopolíticos, tales como la existencia de la pena de muerte que nos ha recordado Karla Tucker, los millones de personas que constituyen el universo penitenciario (y que no figuran en las estadísticas como desempleados oficiales, aunque estén ausentes del aparato productivo) o la oleada de puritanismo, cuyas raíces económicas están en las obras de Weber y Veblen.
Volvamos a Keynes: «En el terreno de la filosofía económica y política, raros son los hombres (...) que se mantienen abiertos a las nuevas teorías. De modo que es muy poco probable que las ideas que los funcionarios, los políticos e incluso los agitadores aplican a la vida corriente sean las más novedosas. Pero son las ideas y no los intereses creados los que, antes o después, son peligrosos para bien o para mal».
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