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Historias, historietas e historia

"La historia, si no es nuestra, no debe existir" (Radovan Karadzic).En nuestro país de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos, orgulloso del papel de cancerbero del Club de los Cresos y henchido de desdén a los vecinos del sur que le evocan imágenes de su pasado, esta europeización sociológica -deslucida y maltrecha por la corrupción y encanallamiento de la vida política-oculta un inquietante proceso de balcanización interior, obra de nacionalismos de calidad, cuya búsqueda ansiosa de señas de identidad y esencias exclusivas se remonta hasta pasados remotos, borra siglos de historia y llena las páginas en blanco con leyendas ennoblecedoras y genealogías miríficas. La incapacidad integradora de la Monarquía española de Habsburgos y Borbones condujo, a lo largo del siglo XIX, a un resquebrajamiento paulatino del modelo uniforinador centrado en Castilla. Las guerras carlistas, la abolición de los fueros, la industrialización de Cataluña y el País Vasco, así como la introducción en la península de las ideas románticas alemanas sobre el alma de los pueblos conjugaron sus fuerzas contra un edificio mal trabado y vetusto. El nacionalismo tardío de la generación del 98, tan finamente analizado por Francisco Ayala, imponía su visión castellanista a las demás nacionalidades históricas y regiones administrativas, esto es, la disolución de su historia, cultura y lenguas en el aguachirle de la retórica casticista de Ganivet, Unamuno, Maeztu, García Morente et alii retórica de la que deriva el discurso florido de la Falange. La Cruzada Salvadora de 1936-1937 y la dictadura de Franco fueron el resultado "glorioso" de dicha visión retrógrada, tan reductiva como maniquea.

Desde la transición democrática a la Monarquía constitucional -cuyas carencias y apaños pagamos ahora-, el mito castellanista perdió su virulencia y cedió paso a una sana pluralidad de voces auguradora de una perspectiva histórica más vasta y compleja, capaz de abarcar y armonizar la singularidad y riqueza de los distintos componentes de nuestra península mediante una saludable asunción de la diversidad y la polifonía. Por desdicha no ha sido así, y a los mitos caducos y desprestigiados en los que se fundaba el régimen imperante de 1939 a 1976 han sucedido otros menores y aun minúsculos que reproducen de forma clónica los forjados por los teóricos, bardos y propagandistas del nacional catolicismo español. Enseñar las doctrinas racistas de Sabino Arana en las Ikastolas o resucitar a Wifredo el Velloso para concluir que la guerra civil fue una "guerra de Franco contra los catalanes" es la forma más segura de adentrarse en el terreno resbaladizo de las mitologías nacionalistas, diferenciadoras y excluyentes que, en un contexto económico y político mucho más propicio a ellas, alimentaron los recientes conflictos étnicos en la ex Federación Yugoslava.

La propuesta de la actual titular del Ministerio de Educación de encontrar un común denominador a las diversas y contradictorias historias e historietas peninsulares era desde luego razonable y fue lamentablemente descartada por razones políticas de baja laya. Pero su consecución habría exigido un empeño colectivo de historiadores y especialistas de distintas corrientes de pensamiento y enfoque destinado a revisar uno a uno los dogmas decrépitos y verdades rancias. En corto: un análisis riguroso de los acontecimientos, causas y situaciones históricas a partir de múltiples perspectivas. El punto de vista de Payne sobre la guerra civil y el llamado -con eufemismo neutralizador- "periodo de Franco" no es el de Preston, ni el de Ricardo de la Cierva el de Juan Pablo Fusi y Santos Juliá. ¿Cómo desideologizar y desnacionalizar el pasado reciente y el mucho más nebuloso que sirve de punto de partida a patriotas e ideólogos? ¿Es posible un acuerdo mínimo entre interpretaciones opuestas? La duda debería ser nuestra única certeza, y a la crónica escrita por los vencedores habría que añadir, con sus refutaciones y matices, la correspondiente a los vencidos.La historia española, desde los Reyes Católicos a Carlos II el Hechizado, muestra, por ejemplo, el doble rostro de Jano: si, por un lado, la expansión imperial en Europa y en lo que fue Mesoamérica cuenta en su haber con "episodios grandiosos" y "creaciones imperecederas" y, en palabras de Luis Cernuda, "como admirable paradoja se imponía", por otro refleja una sucesión de talas y desmoches que arruinaron al país, le privaron de la inteligencia y laboriosidad de centenares de miles de sus hijos, desbarataron poco a poco el saber, la ciencia y la emergencia de una clase burguesa basada en el mérito y el trabajo y acallaron las voces disidentes de la espiritualidad cristiano nueva hasta convertir a España en el páramo fantasmal de finales del siglo XVII: un mundo hermético y vuelto hacia su pasado, autista, víctima de su feroz ensimismamiento.¿Se puede estudiar el reinado de Isabel y Fernando sin mencionar las consecuencias de la creación del Santo Oficio, los decretos de expulsión de judíos y gitanos, la abolición del secular estatuto mudéjar, la quema de millares de presuntos judaizantes, la condena a la hoguera de bígamos y sodomitas? A lo largo del siglo XVI la lista de réprobos se alarga -erasmistas, luteranos, místicos, racionalistas, alumbrados...- mientras en las altas esferas del poder se discute y prepara la solución final del "problema morisco", fruto de un peculiar y guerrero nacional catolicismo hispano ajeno del todo a la doctrina oficial de Roma tocante al poder regenerador del bautismo. Cualquier teólogo de nuestros días calificaría de aberración las medidas brutales de expulsión y de acoso a los cristianos nuevos en cuanto niegan los efectos igualitarios del primer sacramento de la Iglesia. La llamada limpieza de sangre, a la que se opusieron con mayor o menor cautela nuestros mejores escritores e intelectuales (fray Luis de León, san Juan de Avila, santa Teresa, Mateo Alemán, Cervantes, etcétera) es en rigor una doctrina contraria al corpus doctrinal del catolicismo y así tendría que ser juzgada desde la atalaya -siempre modificable- del presente. Una historia integradora de las distintas verdades del pasado debería incluir igualmente la versión de los indios sometidos y aculturados, tan bellamente expuesta por Carlos Fuentes en algunas de sus novelas; la de los hispano-judíos e hispano-moriscos desterrados; la de la clase burguesa frustrada por los valores retrógrados de la fe, honra y sangre; la de los representantes del humanismo cristiano enfrentados al catolicismo oficial.

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Sortear las arenas movedizas y trampas de la historia es una tarea difícil, casi heroica, ya que obligaría a poner en tela de juicio los cimientos de nuestra historia, desde la fantasiosa invasión árabe de una España aún inexistente hasta las causas y responsabilidades de la última guerra civil. La retahíla de interrogantes es más larga que la de las amantes de Don Giovanni leída por Leporello a la desdichada doña- Elvira: ¿hubo realmente una batalla del Guadalete?; ¿hay una documentación fidedigna acerca de la de Covadonga?; ¿está en verdad el cadáver de Santiago en su sepulcro de Compostela?; ¿cómo explicar que la conquista de la península por unos millares de jinetes mal pertrechados durara menos de un decenio mientras que la supuesta Reconquista que se enseña aún en las aulas se prolongara durante ocho siglos? La espesa estratificación de mitos y leyendas no, resiste a un análisis crítico conforme a los criterios de racionalidad y prueba documental propios de nuestra época. Entre la versión mitológica de Menéndez Pidal (y la de los Arzallus y Ferrán Soldevila) y la de un proyecto integrador de las múltiples versiones del nacimiento histórico de los reinos que compondrían más tarde España media un trecho muy largo y accidentado que habría que recorrer con rigor y prudencia.

Si de nuestros orígenes medievales pasamos al siglo XIX, los epígrafes del proyecto ministerial, al calarse -mucho me temo- las anteojeras de Menéndez y Pelayo y el retrocasticismo de los autores del 98, firman en barbecho y no aseguran la presencia en los futuros manuales de enseñanza de los mejores representantes de la tradición liberal y la obra de los exiliados en Francia e Inglaterra, a la que consagró su vida mi maestro Vicente Lloréns, ¿Se puede omitir impunemente la figura central de Blanco White y la de pensadores como Pi y Margall sin desarbolar de entrada la empresa en la que nos embarcamos?

Las preguntas son infinitas y de ardua respuesta. El funesto nosotros identificatorio tiende a excavar fosos y trincheras patrióticos, mirar atrás y fomentar cuidadosamente lo privativo: cuanto nos separa de ellos, los otros. Para llevar la tarea desmitificadora a buen puerto habría que evitar en lo posible el peligro que acecha a proyectos de esta índole: la caracterización abstracta e intemporal, el recurso a las categorías metafisicas y esencias eternas. No existen caracteres españoles (ni vascos ni catalanes) inmutables. La España y los españoles de hoy (y la Cataluña y los catalanes, Euskadi y los vascos... ) no son los de hace cincuenta, cien o quinientos años. Tampoco lo serán dentro de medio, uno y cinco siglos. Las sociedades humanas han sido configuradas por la historia y se transforman o evolucionan con ella. Mas el acelerado proceso de globalización económica fomenta el retorno de los viejos fantasmas identitarios. La balcanización teórica en curso tiende a provocar respuestas autoritarias prácticas: la emergencia de la taifa de, jueces indomables nos advierte que los rescoldos pueden avivarse de pronto. Todo ello era previsible desde hace tiempo y el deseable convenio en tomo a una historia fragmentada e incómoda requerirá un paciente esfuerzo de autocrítica y de reflexión. Los ciclos del pasado pueden repetirse con actores nuevos y, si dejamos al país en manos de salvapatrias y desaprensivos, entraremos quizá en otra variación sinfónica del conocido Bolero de Ravel.

Juan Goytisolo es escritor.

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