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La Europa de los Gobiernos y la de los gobernados

La integración europea avanza desde hace ya medio siglo, evidentemente sin prisa y con pausa. Se dispone a dar ahora dos grandes pasos hacia adelante: la introducción del euro y la ampliación hacia el Este. Pero, incluso tras ellos y suponiéndolos exitosos, seguirá apareciendo como notoriamente inacabada. Lo continuará estando siempre, por lo que se puede prever. La paradoja es que una Europa demasiado unificada perdería uno de sus principales atractivos, precisamente el de su variedad.Se intentará aquí un comentario menor a una distinción que, sin ser muy original, no es de las que más suelen mencionarse: la que cabe establecer entre, de un lado, la Europa de los Gobiernos (y de los gobernantes, entendiendo por tales la totalidad de la "clase política"); y de otro, la Europa de los ciudadanos o gobernados.

Nada menos que Jean Monnet enunció que la construcción de Europa no trataba de "coligar los Estados, sino de unir a los hombres". No es ello exactamente lo ocurrido. Cierto que la integración económica europea se ha traducido fundamentalmente en la supresión de las barreras fronterizas, en la reducción de los intervencionismos estatales y en la libertad de mercado, aunque conjugada esta última con un fuerte proteccionismo agrario europeo frente al mundo exterior. Además de que la liberalización y la implantación del mercado único han sido compatibles con un gran incremento del peso de cada sector público en cada economía nacional, puede comprobarse fácilmente que los protagonistas principales del propio proceso integrador no han sido otros que los mismos Estados soberanos y sus Gobiernos y gobernantes. Es bien sabido que la Unión Europea realmente existente todavía tiene, al cabo de estos 50 años, mucho más de intergubernamental que de supranacional. La clave de su funcionamiento y su órgano legislativo básico siguen residiendo en el Consejo Europeo (que reúne a los jefes de Estado y de Gobierno) y en los Consejos de Ministros, donde figuran los de los países miembros. Formalmente, se practica ya en ellos el voto por mayoría ponderada, (y generalmente muy calificada); pero, de hecho, el Gobierno que no acepte una decisión determinada puede muy bien arreglárselas para "bloquearla" o simplemente para autoexcluirse de ella, opting-out. Los comisarios componentes de la Comisión Europea se distribuyen rigurosamente según sus nacionalidades, tocando uno o dos por Gobierno. El Parlamento Europeo, por su parte, sólo ha logrado hasta ahora un limitado poder de "co-decisión" o de acompañamiento. Cuando los Gobiernos ceden efectivamente competencias a la Unión (de ellos mismos), no les suele faltar tiempo para intentar recuperarlas, al menos parcialmente. Así, el Banco Central Europeo, emisor del euro, había de ser la primera autoridad europea genuinamente supranacional (prescindiendo de la antigua CECA, con la que no se sabe muy bien qué ha ocurrido). Pero se ha creado ya un comité intergubernamental para "marcar" debidamente al banco; y casi la primera noticia que del banco le ha recibido ha versado sobre la disputa o bronca surgida respecto a la nacionalidad de su primer gobernador.

En la práctica, la continua negociación -con la Comisión y, sobre todo, con los demás Gobiernos miembros de la UE- constituye hoy una de las actividades más importantes y absorbentes de cada uno de ellos. Se negocian y renegocian ininterrumpidamente acuerdos de fondo y de procedimiento; se negocian los ingresos y los gastos presupuestarios de la UE; los nombramientos, la distribución y redistribución de altos cargos y también de medios y hasta modestos. Esta incesante negociación no sólo es tarea muy exigente, es también comparativamente muy gratificante. Permite a los gobernantes alejarse, siquiera sea momentáneamente, de la díscola e irritante plebe doméstica, olvidar por unas horas o unos días los a menudo irresolubles problemas cotidianos; y ello para reunirse con los iguales, codearse con los más iguales entre ellos y debatir temas a veces muy elevados. Da pretexto a las "fotos de familia" y a la aparición televisiva en ilustre compañía, disfrutando de la hospitalidad de una sucesión de ciudades con tres estrellas o más en la guía Michelin. La visita mutua, acompañada de ceremonias y torneos o similares, ha sido desde siempre una de las ocupaciones favoritas de los príncipes. La Europa de los Gobiernos es así harto real para los gobernantes y sus altos funcionarios, que son fungibles con los de la Comisión, son los mismos con distintos roles o destinos. Por añadidura, las múltiples instituciones de la Unión ofrecen periodos sabáticos o jubilaciones activísimas y bien remuneradas a los políticos que han perdido sus empleos en el país de origen.

Por su parte, la Europa de los simples ciudadanos es mucho menos satisfactoria y brillante. Para empezar, es mucho menos tangible. Sabemos que, entre los miles y miles de páginas del Diario Oficial de la UE, debe figurar en alguna parte alguna definición de la ciudadanía europea. Pero no vemos (o apenas) para qué sirva esta ciudadanía, excepto para poder utilizar una determinada puerta de salida en los aeropuertos y cosas bastante parecidas. Las elecciones al Parlamento Europeo constituyen, por el momento, una reiteración francamente redundante de las nacionales, con los mismos partidos y los mismos discursos. Aunque ello dependa mucho de las encuestas y de los países, una mayoría de los europeos parece que tienden a sentirse tales (y que una minoría de ellos se declaran ante todo europeos); pero tendríamos por loco al que se atreviese a proclamar hoy, en versión europea, algo parecido al solemne "cives romanus sum" de la antigüedad. No hay por ahora un "nosotros" europeo. Seguimos siendo suecos, franceses, etcétera (o bien catalanes, escoceses, etcétera); sólo vistos desde muy lejos (desde Japón, digamos) parecemos todos europeos suficientemente homogéneos. No da la impresión de que, a lo largo de estos últimos 50 años, el interés de unos europeos por la cultura, la historia o el idioma de los otros haya crecido desbordantemente; puede ser que la misma facilidad de viajes dentro de Europa, la disminución del exotismo, nos haya hecho perder interés mutuo. A donde se va a estudiar -si se puede- no es a la Sorbona o a Heidelberg, ni siquiera a Oxford, es a Estados Unidos. Cabe decir que ya existe un idioma paneuropeo; es el inglés básico, que puede hablarse sin tener la menor noción de quien haya sido Dickens. Pero el inglés es una lengua vehicular mundial y no por casualidad el idioma propio de Estados Unidos. No da la impresión de que las demás lenguas europeas se estudien y se lean cada vez más. Es muy normal, por lo demás, que un lector español, por ejemplo, se interese mucho más por la literatura argentina que por la danesa, si es que se interesa por alguna.

Sin duda, la integración europea ha debido ser uno de los grandes factores causales de la impresionante mejora de los niveles de vida europeos desde el fin de la última guerra mundial. Pero han operado, también sin duda, muchos otros, difícilmente distinguibles de él. El mercado único europeo ha sido un componente más, aunque muy importante, de la apertura al exterior de las economías nacionales, de la globalización, de la disminución generalizada del coste de la distancia. Las ventajas específicas que nos haya podido traer la integración europea se confunden con las del desarrollo económico en general. De la Unión, los europeos nos tenemos que acordar hoy a menudo más bien por razón de los sacrificios y exigencias que nos impone o que los Gobiernos dicen que nos impone. Puede pensarse que había muchos más europeístas entusiastas cuando había menos funcionarios europeos. Es verdad que, de vez en cuando, vemos un panel azul que nos informa de que la UE ha cofinanciado esta o aquella obra pública. Pero no ignoramos que quienes financian a los cofinanciadores somos nosotros mismos, en cuanto contribuyentes, sumado o restado un saldo que puede ser positivo o negativo.

Vista a sus 50 años, la Unión Europea es una empresa limitada y un proyecto también limitado, que no excluye otros. No es ni probablemente será nunca Europa una superpotencia ni una supernación ni una madre patria; y, probablemente, es mejor así. La bandera uzul con su círculo de estrellitas no nos va a pedir que le sacrifiquemos nuestras vidas ni las de los demás.

Afortunadamente; y que el ejemplo cunda. Es obvio, con todo, que se hubiera (hubiéramos) podido haber hecho mucho -mucho más- para que Europa y la ciudadanía europea fuesen realidades más concretas y experimentables para los ciudadanos, como lo son ya, abundantemente, para sus gobernantes.

"Si España es el problema, Europa es la solución", escribió Ortega, gran europeo. Exageraba. Los otros europeos no han entendido nunca que les incumba, como especial misión, la de resolver el problema o los problemas de España. Ni tienen por qué entenderlo así: nuestros problemas los tendremos que arreglar nosotros mismos. Incluso la expectativa de que Europa nos obligue, al menos, a vencer la inercia y enfrentamos eficazmente con tales problemas tiene mucho de simplona. La Unión Europea puede deparamos numerosas decepciones. ¿Cómo sorprenderse, por ejemplo, de que por parte de Alemania, país gran europeísta pero principal financiador neto de la Unión, se proponga hoy privar a España de los llamados "fondos de cohesión", con el fin de destinarlos a los nuevos miembros europeorientales? Y ello aunque la implantación del euro haga tales fondos más evidentemente justificados y mucho más necesarios que antes para nuestro país.

Pero alabado sea, claro está, este europeísmo español -incluso en su versión más ingenua o exagerada- a poco que lo confrontemos con el nacionalismo autárquico y tibetizante del franquismo o con el demente y bestial de ETA.

José Luis Ugarte es economista.

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