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Apetito y delito

Los problemas del presidente norteamericano Bill Clinton comienzan a ser serios. Nada tienen ya que ver con el notorio malhumor de esa máquina de regañar que debe ser su compañera Hillary. Ni siquiera se deben ya a esa moralina con la que los protestantes del Nuevo Mundo parecen querer recompensar a Dios por haberlos elegido para protegemos y hacemos felices mal que nos siente a los demás. Es aquél un país en el que no se debe pecar mucho si se tiene ambición en la vida pública y no se es un genio de la ocultación. Cuando hay tanta gente que se entusiasma con las chispas de la silla eléctrica y venera la inyección letal por un lado, y por otra llora toda excursión a un motel con rubia, remunerada ésta o no, hay que tener mucho cuidado con la propia reputación.Clinton parece haber sido algo negligente con la suya. Para alguien que es o quiere ser presidente allí, es imperdonable. Feísimo. Pero eso ha sido sólo, al parecer, su pecado inicial. Porque después, parece haber pecado contra leyes superiores y muy posiblemente más razonables. Son las reglas que en aquella gran democracia hacen imperdonable la mentira que se le descubre a un dirigente político. Cuando la mentira, propia o inducida, se produce ante un tribunal, aquella sociedad suele ser implacable. Richard Nixon aprendió aquella amarga lección. Los paralelismos entre el republicano arrogante y el demócrata tibio son evidentes. Los problemas de Clinton ya están lejos de ser líos de faldas, aunque estén originados por lo que parece una innegable tendencia al arrebato de galantería algo matona.

Siempre con ese tufillo que sugiere una afición poco elegante al abuso de autoridad para satisfacer apetitos y cerrar posteriormente los armarios repletos de cadáveres más o menos adúlteros. Tercos rumores primero, indicios, sospechas después y, ¡ay!, cada vez más datos, sugieren que el jefe máximo de la primera potencia mundial tiene un carácter un poco pringoso, algo mentiroso y, a lo peor, débil. Eso preocupa más que sus compulsiones de alcoba.

Las revelaciones hechas por el FBI con indicios serios de que Clinton obligó a una ex amante a cometer perjurio para encubrir sus relaciones, convierten el caso de Paula Jones, otra supuesta víctima de sus apetencias, en una carga de profundidad para la presidencia. Ya no se puede descartar que Clinton no acabe su segundo mandato. En todo caso, puede quedar paralizado hasta el final. Ya no lucha con sugerencias sexuales, malentendidos y plausibles intentos de alguna ex amiga de acceder a una notoriedad que tan fácilmente se convierte en dinero en EE UU. El comercio de basuraza aquí en España es una broma de ursulinas ante la permanente subasta de carroña de aquella sociedad.

Da ya igual si se ha desvivido por las secretarias. Ni el caso Whitewater, sin sexo pero con dinero negro, mentiras e incluso alguna muerte extraña, ha tenido este potencial dinamitador. La acusación de perjurio o su inducción parece tener más solidez. Parte de los norteamericanos consideran que su presidente tiene relaciones conflictivas con la verdad. Y que no ha dicho la verdad, al menos toda, al responder a las acusaciones sobre hábitos sexuales algo desordenados, para un presidente en Washington. Si ya no le creé el público ni su partido, y su equipo se cuestiona su lealtad, Clinton aun puede tener que mudarse antes de lo previsto.

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