Fascinante viaje al interior del tiempo
Tren de sombras se estrenó en la Quincena de los Realizadores de Cannes del año pasado. Este pequeño festival está programado al margen -y de espaldas, como respuesta- del enorme escaparate del festival oficial. Y precisamente el año pasado, en q e el Cannes grande se volcó en celebrarse a sí mismo en su 50º aniversario y descuidó la aventura de su programación, la Quincena fue una isla donde se respiró a pleno pulmón sentido del riesgo, sello de ese otro cine en las antípodas del que se lleva.Y en esa isla de busca y exploración de los entresijos del lenguaje cinematográfico, se estrenó (y entusiasmó y conmovió a muchos) la película española Tren de sombras, sorprendente caso de puro cine que no se lleva, una austera y asombrosa indagación contra la corriente de los recovecos y articulaciones del tiempo y el lenguaje fílmicos, en el que su creador, José Luis Guerín, tira de algunos de los hilos con que hace años trenzó su maravillosa Innisfree y anuda con ellos una composición visual de gran audacia, que nada tiene de recomendable -se aburrirán como ostras, por lo que es aconsejable que huyan de esta película- para las mayorías que ante una pantalla rehuyen el esfuerzo y buscan ante todo el placer del entretenimiento, eso tan gratificante (y tan ajeno a esta obra) que llaman diversión.
Tren de sombras
Dirección y guión: José Luis Guerín. Fotografía: Tomás Pladevall. España, 1997. Madrid: Multicines Ideal.
Pero hay minorías que buscan en la pantalla otra cosa y aquí, en las complejas, hermosas, oscuras y a veces desconcertantes imágenes de Tren de sombras y sus combinaciones de cadencias, pueden encontrarla en abundancia y en estado de absoluta pureza. Es cine desnudo y situado frente a un espejo que le devuelve el rostro de su identidad secreta y, con él, accesos a los interiores del misterio de la capacidad de este arte para capturar el tiempo y convertirlo en la materia de su forma.
Y también da Tren de sombras accesos a las zonas de oscuridad que fatalmente crea la creación de luz; a la indagación del enigma -que enunció Michelangelo Antonioni en la célebre secuencia del revelado de la fotografía en Blow up- de la incapacidad de la mirada humana para domeñar lo que atrapa en sus vuelos el ojo de una cámara y prever lo que ésta ve; y a la pregunta jamás respondida sobre la incógnita de la fragilidad de la línea fronteriza que en el cine separa las demarcaciones del documento y el poema, fragilidad que genera una ingobernable zona común entre realidad e irrealidad, vigilia y ensoñación, verdad y ficción.
Todo esto y más asoma en el itinerario de los vagones de Tren de sombras. Por ejemplo, la resurrección -espectral: el filme es también una sonda en el interior de la caducidad y la muerte- de unas presencias humanas que quedaron atrapadas en las redes del instante en que alguien las fijó con una cámara sobre un trozo de viejo celuloide, ahora ya deteriorado, pero cuya restauración hace primero perceptibles y finalmente nítidas aquellas borrosas existencias ahora fantasmales, cuya gradual resurrección convierte a la fase con más acusada apariencia documental de Tren de sombras en la más cercana a la metáfora, la más deudora del cine en cuanto poema.
Nada de esto hay en el cine que se lleva, incluido el mejor. De ahí que la fuerza de lo infrecuente aumente la belleza y la singularidad de esta extraordinaria aventura de la imaginación, que deslumbró a los profesionales y cinéfilos franceses que arropan los laboratorios de la Quincena de Cannes y que es una de esas obras duras de mirar porque estrujan la mirada, pero ante las que no hay riesgo en decir que calladamente contagiará los subterráneos del cine que viene.
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