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Tribuna
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El relevo

No siendo yo, ciertamente, filósofo ni helenista, cuando tengo que habérmelas con Platón acudo a la sabiduría que posee sobre el máximo filósofo de todos los tiempos mi admirada amiga Ana-Esther Velázquez. Esta inteligente persona es catedrática de Filosofía en el Instituto Bernáldez de Quirós de Mieres, y su gran vocación profesional está volcada al estudio del alma como raíz de la filosofía platónica. Ahora que me preocupa la decadencia de la oratoria en esta España de nuestro tiempo, he tenido que reclamar su experta ayuda para saber qué pensaba Platón de la retórica."Para Platón", me explica, "la retórica es un mero instrumento que debe estar siempre subordinado a la búsqueda de la verdad y la justicia. Para el tertuliano Gorgias -como para todos los sofistas- la verdad, el bien o la justicia son asuntos sujetos a opinión; de ahí la importancia que reviste la retórica, que es el arte de la persuasión y, por tanto, el mejor instrumento para hacer cambiar de opinión a los demás. Pero, como recuerda Sócrates en el Fedro -un diálogo diez años posterior al Gorgias-, si el conocimiento de la verdad debe ser previo al hablar, quien no sepa hablar no podría, ciertamente, ser persuasivo, aunque conozca la verdad".

De lo cual yo -no Ana-Esther- deduzco que la buena oratoria en los políticos y en los educadores es condición necesaria para que inculquen a los ciudadanos las convicciones que ellos propugnan, aunque éstas sean, como Cicerón confesaba, "producto del asunto y de la ocasión". Y no me importa aquella burla de Platón -que me ha contado la profesora asturiana-, que compara a los oradores con los vasos de bronce, los cuales, apenas golpeados, dilatan largos sonidos hasta que alguien les pone el dedo encima. Porque, en definitiva -como decía en su mocedad el autor de mis días-, "es el orador quien acierta al percatarse de las circunstancias... con tal de que no se olvide de ninguna. Y hay oradores que saben ampliar lo circunstancial hasta confundirlo con lo humano y su voz sigue resonando en eviterna actualidad".

En España padecemos actualmente una atroz torpeza verbal en nuestros mejores políticos. No basta, claro, tener buenos oradores para el éxito de un régimen político: las dos Repúblicas españolas contaron con figuras egregias en el arte de hablar: Castelar, Pi i Margall, Salmerón, en la I; Azaña, Prieto, Alba, Sánchez Román, Calvo Sotelo y otros, en la II, que nosotros los jóvenes de entonces pudimos oír en las pioneras retransmisiones de Unión Radio. Y, sin embargo, ambas repúblicas sucumbieron por distintos males. Pero la ausencia de oratoria en los políticos -y su degeneración en la lectura de tediosos folios- equivale al silencio político que da pretexto a la actuación nociva de los demonios nacionales. Hace falta que los gobernantes sepan -como sugería Francisco Umbral recientemente- "enhebrar un discurso fluido, sugestivo, claro, seductor, valiente, original y con unas cuantas pepitas de oro líquido literario entre la arena ingrata de la prosa".

Felizmente tenemos a los hermanos americanos que hablan nuestra misma lengua y que vienen a relevarnos cuando mengua la virtuosidad de los españoles en determinados sectores de la vida espiritual. Es un hecho cuya gran frecuencia viene a demostrar la realidad de la comunidad cultural hispanoamericana, naturalmente imperfecta. No hace falta recordar a Rubén Darío, uno de los grandes genios que ha tenido la poesía española. Fue justamente en 1898 cuando el poeta nicaragüense vino por segunda vez a España para tener una larga estancia en ella, una fecha crucial en que va a surgir una generación en muchos aspectos vinculada al movimiento literario que Rubén significa: el modernismo. Y en los años medianeros de nuestro siglo la novela latinoamericana vino a relevar a la novela española, apesadumbrada, salvo famosas excepciones, por la censura franquista.

Pero es en la retórica -sea discurso o conferencia- donde mejor se manifiesta el relevo que gentes de aquellas tierras hacen a nuestros mudos oradores. Siempre he gozado con las conferencias del venezolano Arturo Uslar Pietri sobre el mestizaje cultural, "hecho fundamental de la vida americana, traído por la mutua influencia del español, el indígena y el negro. Las tres culturas se interpenetran y mezclan de todas las formas imaginables". También me llenó de admiración oír hablar en Oviedo al presidente Betancur cuando fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias. No en balde se dice de su país, Colombia, que es la Atenas de América. Probablemente Betancur es uno de los mejores oradores de nuestra lengua.

Mas es ahora el mexicano Carlos Fuentes el que nos asombró al ocupar la tribuna, el pasado octubre, de la Fundación Conferencia Francisco Fernández Ordoñez. Tenía las cuartillas escritas, pero las abandonó en el pupitre para declamar sus ideas en foma vibrante. Su gesto, su ademán, su voz, su entonación, hizo que sus palabras, las mismas gastadas como viejas monedas por nosotros los españoles, parecieran relucientes y llenas misteriosamente de nuevo sentido. El análisis que allí expuso de la situación del mundo hispanoamericano -en el que engloba muy justamente a los 30 millones de hispanonorteamericanos- puede leerse en su libro El espejo enterrado, que ahora se ha reeditado en edición popular. "Buscando una luz que me guiase", nos dice, "a través de la noche dividida del alma cultural, política y económica del mundo de habla española, la encontré en el sitio de las antiguas ruinas totonacas de El Tajín, en Veracruz. Veracruz es el Estado natal de mi familia. Ha sido el puerto de ingreso para el cambio y, al mismo tiempo, el hogar perdurable de la identidad mexicana". "Los conquistadores españoles... han entrado a México a través de Veracruz. Pero las antiguas culturas, los olmecas al sur del puerto desde hace 3.500 años, y los totonacas al norte, con una antigüedad de 1.500 años, también tienen sus raíces aquí... Y caímos en la cuenta que no existe un solo latinoamericano, desde el río Bravo hasta el cabo de Hornos, que no sea heredero legítimo de todos y cada uno de los aspectos de nuestra tradición cultural. Esa tradición se extiende de las piedras de Chichen Itza y Machu Picchu. a las modernas influencias indígenas en la pintura y la arquitectura. Del barroco de la era colonial a la literatura contemporánea de Borges y García Márquez. Y de la múltiple presencia europea en el hemisferio -ibérica, y a través de Iberia, mediterránea, romana, griega y también árabe y judía- a la singular y sufriente presencia negra africana".

Eso es lo que Carlos Fuentes quiere explorar en su libro buscando la continuidad cultural que pueda trascender la fragmentación o la discordia del mundo hispánico.

Meditaciones que resultan muy provechosas para nuestro país, pues si es cierto que sólo puede salvarse España en Europa, nunca debe olvidar su vinculación con los demás países hispanos allende el mar. Porque, como pensaba mi ausente amigo Manuel García Pelayo, "la lengua es la raíz de la cultura y con frecuencia un fuerte componente de la nacionalidad".

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