Nuestra playa
EUGENIO SUÁREZ
Si Madrid tuviera playa... Hubo un sucedáneo, en los últimos años de la II República, que recuerde. Quizá donde ha estado el Parque Sindical, alrededores de la Puerta de Hierro. Retenía el flojo caudal del río y en las fingidas orillas se desparramaron unas carretadas de fina arena litoral. Pero no es ésa la playa soñada para la cabeza del reino.Con la memoria vagando por la geografía política, no encontramos gran ciudad que haya vivido confiada al mar. De las mediterráneas, ni Barcelona, Palma, Valencia, Almería ni Málaga confiaron en sus orillas. Por allí asaltaban el turco y el pirata, por la Tarifa gaditana se coló el moro y quizá fueron los contrabandistas los más amistosos.
Puertos mercantiles o fortalezas, de las escolleras partían emigrantes famélicos y conquistadores que no dejaban nada a la espalda; a los mismos muelles arribaban expediciones derrotadas, desde la mar que era el morir. Las ciudades siempre dieron de lado a los océanos.
Ninguna capital europea de Estado se asienta y enraíza en una playa. Roma está replegada entre las siete colinas, huyendo de los pantanos; Atenas se echa al monte; París baja un escalón y queda lejos, en la llanura; Londres, parapetada tras el río, y las villas nórdicas escondidas tras el bosque de mástiles de su flota de mercaderes. Como la Sevilla fluvial, que tuvo el mundo por montera compartida: "... y ambos lados da terrestre esfera / dependen de Sevilla e de Lisboa". Extraño rechazo de ese horizonte ilimitado y generoso que, por lo visto, está en conflicto con la Administración.
Bueno, hay una singular, escogida y beneficiada por todos los dones. El puerto ballenero inicial fue extendiéndose entre el abrigo del monte y la satisfecha curva de la más galana y elegante bahía natural que existe. Cortésmente plantada en un flanco, la isla de Santa Clara saluda y despide a los veleros y a las ¡ay!, escasas embarcaciones que salen a pescar. San Sebastián es la bahía que se recuesta en una playa de fino grano dorado. En cualquier estacion del año -salvo si galopa la galerna y se encolerizan las aguas- cada domingo por la mañana se improvisan cinco o seis campos de fútbol, por riguroso sorteo entre los niños y adolescentes que forman la cantera vascongada. Chicas también, que pelean la camiseta con similar empeño. Todos llegan antes y aceptan el renovado consenso, incluida HB, para disputar hasta el mediodía. Tengo la impresión de que, por acuerdo expreso, las aguas se retiran, a fin de que los ciento y pico deportistas en agraz golpeen afanosamente el balón, atentamente vigilados y evaluados por los expertos. Luego, la marea recobra su cota, monta el flujo salado y la vida sigue su curso.
Fue capital de España, Madrid veraniego, durante la regencia de la reina María Cristina. Los médicos aconsejaron baños de mar al mórbido heredero póstumo, y la ciudad, con notable perspicacia de futuro turístico, regaló a la Corona el palacio de Miramar. La estricta soberana lo rechazó como obsequio y lo aceptó con encaje contable en un precio simbólico. ¡Oh, tiempos en que se guardaban las formas!
Madrid con playa fue San Sebastián, corte de una monarquía en almoneda ultramarina, hace ahora un siglo. La renombrada gastronomía que hoy se estila tuvo principio en los fogones que encendían los cocineros de emperadores, zares, reyes y grandes duques, repartidas las vacaciones entre la bella Easo y el Biarritz de la Montijo. Notables marmitones, maîtres insignes, reputados cordon bleu, precisaban pinches, salseros, sazonadores, hojaldreros, como mano de obra, a la que enseñaron los sabrosos secretos del arte. La tierra húmeda y feraz proveía de sus frutos y la marina cercana de mariscos inmejorables y una merluza que la ciega codicia humana extinguió para siempre, suplantada por la presuntuosa pescadilla, que tampoco está mal. Allí se instalaba Madrid, y el presente quizá mejore el pretérito. El asfalto, la piedra, la arena y la espuma han llegado al mejor de los entendimientos, incluso ahora, en invierno, con los tamarises desnudos. Si Madrid tuviera playa, sería San Sebastián.
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