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Tribuna
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Un dislate

Los tiempos de malestar, tribulación o zozobra, san Ignacio lo sabía, son malos para la toma de decisiones para gobernantes, poderosos, hacendados o meros asalariados, ya en una azucarera o en la sección de espionaje de un Ministerio del Interior. Especialmente si las decisiones deben ser sabias, cautas y de largo aliento. Si nuestro querido canciller Helmut Kohl acudiera más de lo que acostumbra a Azkoitia, preferentemente a La Salve de agosto, tendría la capacidad de introspección necesaria para ignorar las propuestas que le hacen algunos de sus más gallardos defensores de la ley y el orden, sobre todo del orden. El santo guipuzcoano le hubiera aconsejado mejor que todos esos petimetres en la cancillería que parecen empeñados en mostrar poder de Estado y lo único que hacen es debilitarlo a los ojos de quienes deben juzgarlo, los ciudadanos.La mayoría parlamentaria del Bundestag se apresta a aprobar ahora, con apoyo de parte del Partido Socialdemócrata (SPD) -tiempo tendrán de avergonzarse-, una ley dictada precisamente por la tribulación, por la zozobra y por la más mísera falta de recursos. Y permitirá que las fuerzas de seguridad intervengan las conversaciones, telefónicas o no, de periodistas, médicos y, por lo demás, prácticamente todo hijo de vecino. Quedan tan sólo excluidas las conversaciones bajo secreto de confesión -el pecado les horroriza-, con abogados en ejercicio de sus funciones y con parlamentarios.

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El miedo del SPD

Realmente, Helmut Kohl, los democristianos, los liberales y muchos socialdemócratas parecen haber llegado a la conclusión de que la lucha contra el crimen pasa por saber con quién se acuesta cada periodista y con qué frecuencia. Porque resulta rocambolesco pensar que, digamos un Mesrine (¿se acuerdan de aquel gran delincuente, ladrón, atracador y asesino abatido por la policía hace dos décadas?), se podría dédicar a llamarme a mí o a cualquier colega alemán para consultarle detalles de la próxima desmembración de un miembro de una mafia chechena rival en el negocio de los coches robados. O que le pregunten al editor y director de Der Spiegel, Rudolf Augstein, si puede ponerle una bomba lapa al jefe de los nuevos reyes de la distribución de la cocaína en Berlín.

Es un sin sentido y una vergüenza. Sólo se explica con los miedos que sufren los alemanes desde que el teutón cuerno de la abundancia que Kohl prometiera durante la unificación se tornara en factura de vértigo, sinsabor continuo y escasez cierta. Pero este dislate va más allá de los abusos que se dan en muchos países en la lucha contra nuevos tipos de delincuencia.

Alemania simplemente no se puede permitir una ley que permita espiar a sus ciudadanos por meras sospechas. Alemania no es Suiza ni Andorra. Por mucho que algunos alemanes quieran hoy hacer tabula rasa. No puede ser y además es imposible. Ya Franz Josef Strauss, aquel fornido bávaro, bruto y genial, quedó liquidado definitivamente como político federal cuando intentó liquidar a Der Spiegel cuando era ministro de Defensa. En Alemania, toda la información, menos la propaganda nazi, es y debe seguir siendo sagrada. En el sentido más estricto del término.

El abuso de un ministro británico o francés en contra de un medio de prensa de su país es un abuso. Intolerable y punible. Pero cualquier intento de políticos alemanes, además conchabados, de fabricarse instrumentos legales para intimidar, coaccionar o vigilar a la prensa y a sus fuentes es simplemente un escándalo. Helmut Kohl y su partido tienen dificultades y están nerviosos. A los socialdemócratas les pasa otro tanto por otras razones. Que se pongan de acuerdo en liquidar en Alemania la legislación laboral y fiscal más triste, desfasada y absurda de Europa. Pero que sólo estén de acuerdo en una ley para fisgar al ciudadano es más que derpimente. Es un escándalo.

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