Chiapas
Han transcurrido cuatro años desde que se produjo la rebelión zapatista en Chiapas. Visto desde fuera, el conflicto presenta la apariencia de un caso simple: una lucha que enfrenta a unos indígenas desposeídos con un Gobierno empeñado en aniquilarlos. Pero una mirada más detenida, que descienda de los grandes discursos y abstracciones al terreno de las consideraciones concretas, mostrará otro panorama. En efecto, el escenario chiapaneco es singularmente complejo. Quisiera destacar algún aspecto de esa complejidad, sabiendo que es mucho lo que dejo fuera, que la situación puede enfocarse de muy distintas maneras, y, por encima de todo, que tendrán que pasar muchos años para que alcancemos una perspectiva suficientemente comprensiva.Quizá uno de los aspectos más decisivos es la densidad y heterogeneidad de organizaciones de carácter político y religioso. que actúan en Chiapas. La idea de que los indígenas son todos zapatistas, o bien que se dividen en zapatistas y priístas, es simplemente insostenible. Hay indígenas vinculados a iglesias protestantes (más de un tercio de la población indígena es protestante), a la Iglesia católica, a partidos políticos de carácter nacional (PRI, PRD, PAN), a organizaciones sindicales agrarias, a -Movimientos indianistas, a asociaciones civiles. En realidad, la adhesión de los indígenas a estas organizaciones no implica necesariamente que hayan interiorizado sus respectivas ideologías. Más que en ninguna otra parte, entre los indígenas de Chiapas las etiquetas políticas resultan enormemente engañosas. Hablar de indígenas protestantes resulta tan artificial como hablar de, indígenas revolucionarios: un día se identifican como tales, al siguiente ya no. De hecho, en la comunidad tzeltal donde he trabajado, uno de los rasgos más característicos es el continuo cambio de miembros de unas organizaciones a otras, un incesante nomadismo que desespera a los dirigentes políticos, sacerdotes y pastores por igual. Pero es cierto que en la actualidad estas organizaciones y grupos constituyen la principal forma de articulación política de los indígenas en Chiapas, a la vez que facilitan la comunicacion de éstos con el mundo mexicano e internacional.
En un escenario tan cargado política, social y demográficamente como el de los Altos de Chiapas, estas organizaciones compiten duramente entre sí por el control de las comunidades indígenas, en particular ahora que el PRI ha perdido la hegemonía absoluta sobre ellas. Pero cuando la rivalidad entre estas organizaciones se yuxtapone a las facciones locales e intervienen conflictos enquistados (la mayor parte de los cuales anteceden con mucho a la insurrección zapatista), es sumamente fácil que emerja la violencia. Lo cierto es que las culturas indígenas no le caracterizan por su pluralismo: son comunidades que han preservado su singularidad cultural al precio de no tolerar la diferencia interna. De forma característica, las luchas entre facciones -y el faccionalismo es endémico- se resuelven con la expulsión del grupo perdedor y a menudo con el asesinato de alguno de sus miembro principales y de sus familias. Desde luego, reducir la violencia que sacude en la actualidad los Altos de Chiapas al faccionalismo interno seria una simplificación grosera. La violencia es un fenómeno largamente interiorizado desde la época colonial y que hasta el presente ha presidido las relaciones de los indígenas con los no indígenas, entre los que se incluyen grupos de poder político y económico regional. Pero es un hecho que el conflicto se produce también entre indígenas, y probablemente ésta sea ahora la fuente principal de la violencia que sacude la región. Algo especialmente dramático si se considera que muchos de los 700.000 indígenas de Chiapas están en la actualidad armados, y no sólo con machetes. En estas condiciones, los urgentes acuerdos de paz entre el Gobierno de México y la guerrilla zapatista representan una condición totalmente necesaria, pero por sí sola probablemente insuficiente para detener la acelerada generalización de la violencia en la región.
El Ejército Zapatista ocupa un lugar un poco excéntrico en este panorama. Por una parte, ejerce su control sobre una zona relativamente pequeña, de nueva colonización, en la selva Lacandona, pero su presencia en las regiones indígenas principales, los altos y el norte, es más bien reducida. Por otra parte, por paradójico que pueda parecer, la fuerza de los zapatistas reside menos en Chiapas que fuera de esta región: los discursos del subcomandante Marcos, que tanta fascinación ejercen entre el público universitario de México y en Europa, a los indígenas les dejan más bien fríos. Durante las primeras semanas de 1994 los zapatistas despertaron la admiración y el orgullo de muchos tzeltales y tzotziles, sobre todo por haber tomado San Cristóbal de las Casas, una ciudad que es en sí misma un símbolo de la dominación europea y mestiza sobre los indígenas. Era la primera vez en la historia que sucedía esto. Pero luego, a medida que los refugiados indígenas expulsados o huidos del territorio zapatista revelaban las medidas políticas de éstos, la simpatía disminuyó y, en muchos casos, amplios sectores de los pueblos indígenas comenzaron a considerarlos abiertamente como enemigos. En ello influyó la práctica zapatista de forzar a los indígenas a entrar en su organización o de lo contrario expulsarlos de su territorio (según supe en 1994 y 1995, cuando trabajé recogiendo testimonios de indígenas desplazados). No es que, como hemos visto, se comportaran en esto de manera distinta al resto de las organizaciones indígenas; simplemente entraban así directamente en la pugna por el poder en otras zonas, pero con la ventaja inicial de estar militarmente organizados y armados. Otras medidas no ayudaron: restar poder a los ancianos en favor de los jóvenes militarizados, expulsar a los chamanes bajo la acusación de ser "brujos" o prohibir rigurosamente el consumo de aguardiente son todas medidas que, por anecdóticas que puedan. parecer, amenazan directamente el corazón de la tradición indígena. Por lo demás, este tipo de actitud tiende a situar a los zapatistas en el mismo campo "activista" que los protestantes y los neocatólicos, y les enfrenta a los indígenas de cultura más tradicional, organizados de manera menos militante y también menos capaces de hacerse escuchar.
En circunstancias así, las voces indígenas se vuelven casi inaudibles y, en cambio, cobran fuerza las de quienes se erigen en sus portavoces: las instancias gubernamentales, la diócesis de San Cristóbal, el subcomandante Marcos y demás. En sus discursos, prolongados y acentuados por los medios de comunicación y alimentados por nuestra necesidad de imágenes estereotipadas, los indígenas aparecen como la encarnación de los valores occidentales: son así convertidos alternativamente en revolucionarios modelo, en comunidades cristianas de base en su estado más prístino, en depositarios de la esencia de México, en guardianes de vastos saberes místicos, en ejemplo de respeto por la naturaleza, o cualquier otro. Pero esto, mal que nos pese, no es así.
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