_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Dos horas de asueto

Como todo el mundo sabe, el Ratoncito Pérez es una criatura nocturna que deja regalos a los niños cuando se les cae un diente. También opera con adultos, siempre qué éstos le pidan algo de tipo espiritual, y eso fue lo que hizo el señor Z..., alias Paco el Viejo, la última Nochebuena: una peladilla había acabado a las dos de la madrugada con su incisivo superior izquierdo (último ejemplar de su dentadura), y él, por probar, lo dejó bajo la almohada y se echó a dormir pensando en sus años mozos. Y funcionó la maniobra: a la mañana siguiente había allí un sobre lacrado, y en su interior, un librito de instrucciones y un salvoconducto por el que se le concedían dos horas mágicas a partir de su recepción.Dos horas, decía la nota, de manera que se lavó atropelladamente y salió de casa a medio vestir. Eran las 9.10 y una calma espesa flotaba en Alberto Aguilera. Algo impreciso que le puso en guardia y le obligó a afinar los sentidos mientras caminaba hacia la glorieta de Bilbao. Era, en parte, una sensación placentera, pero su origen desconocido le mantenía intranquilo. "Cosas del ratoncillo", dedujo, y en ese preciso momento cayó en la cuenta: se trataba de los coches. No había coches, ni siquiera aparcados, aunque la gente seguía utilizando los semáforos para cambiar de acera. Caray, se sorprendió El Viejo: había necesitado 15 minutos para resolver el enigma, cuando la solución saltaba a la vista. En fin, que debía prestar más atención a su trabajo si no quería desaprovechar la aventura.

Y así, gracias a su empeño, no tardó en descubrir otra anomalía: de todas las sucursales bancarias surgía una luz amarilla que tenía la virtud de trastornar a los peatones. Atrapados en su influjo, unos ladraban, otros se subían a los árboles y los más jóvenes hacían cosquillas a los guardias. Un espectáculo delicioso, sin duda, pero Madrid está lleno de bancos y tanto barullo terminó por provocarle dolor de cabeza: El Viejo abrió entonces su manual de instrucciones y buscó el capítulo dedicado a luces curiosas. Allí estaba: para desconectarlas había que chasquear los dedos tres veces seguidas, esperar un instante y luego dar dos palmadas. Ingeniería punta, se dijo al comprobar la rotundidad del conjuro; y después torció a la izquierda y entró en el parque del Valle de Suchil, cuyo nombre, por cierto, había sido sustituido por el de "rotonda del Comité de Asuntos Espaciales". Bien por el Ratoncito, Pérez. Eran las 10.25, y todas las personas, todas, le miraban fijamente. En sí, esto no tenía nada de extraño, ya que Paco el Viejo solía deslumbrar a la gente con sus polainas de mosquetero, pero esta vez era distinto: los transeúntes que pasaban a su lado le decían cosas, sin detenerse, y luego seguían su camino. "Era un mochuelo de dos kilos", le susurró una niña pecosa, y a él le gustó tanto la frase que se giró y la miró con simpatía. Y entonces, al volver de nuevo la cabeza, se dio de bruces contra una farola y se partió el vestíbulo de la nariz con un crujido espantoso. Horas mágicas y todo lo que se quiera, pensó Paco el Viejo, pero aquello dolía como en la vida civil. Después se sentó en el suelo, se apoyó en la farola y sacó un pañuelo del bolsillo para detener la hemorragia. Entretanto, ajena a su revés, la gente continuaba dándole recados: "Por fin salió el Boletín Agrícola", "el asteroide Tutatis viaja a 110.000 kilómetros por hora", Iástima, chico: se nos quemó el hayedo"; mensajes, en fin, a los que no podía prestar la debida atención, así que abrió de nuevo el libro de instrucciones y neutralizó el hechizo sacando dos veces la lengua. Le fallaba la vista, le temblaba la barbilla, se mareaba, empezaba a llover, y decidió coger un taxi y pasarse por el ambulatorio del barrio. Sin embargo, olvidaba algo importante: no había coches, así que se levantó y echó a andar con verdadero desconsuelo. A la altura de Galileo se torció un tobillo, en Andrés Mellado fue abordado por un Papá Noel que insistía en llamarle Juanito, en Gaztambide le arañó una gata y en Princesa estaba llorando. Y entonces, a punto ya de cumplirse el plazo, un Nissan Patrol (el único coche que quedaba en el mundo) apareció por la izquierda y le aplastó sobre el asfalto. Polainas al viento, crujir de huesos, estallido de órganos. Muerte instantánea. Bien por el Ratoncito Pérez.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_