_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Territorio

La Gran Vía al sur, al norte, enlazadas entre sí por la calle de Carranza, las glorietas de Bilbao y San Bernardo, al este la calle Ancha, bajo la advocación del mismo santo, y al oeste, Fuencarral. Tales eran las fronteras evidentes e invisibles del barrio en el que nací y en el que transcurrió mi infancia. Nadie nos dijo jamás a los chavales que pateábamos sus maltratadas calles, sus inhóspitas cuestas y sus hospitalarias plazas, dónde se hallaban los confines de un territorio que aprendimos a conocer como la palma de la mano en cuanto nos soltamos de la materna que guiaba nuestros primeros y tímidos pasos por el intrincado dédalo de un barrio que alguna vez se había llamado de las Maravillas. Denominación ajustada y verídica para nosotros, que lo mirábamos con ojos nuevos y maravillados.Llegamos a conocerlo mucho mejor que la palma de la mano, cuya bifurcada y enganosa planicie nadie conoce demasiado bien, llegamos a conocer cada esquina y cada patio, cada una de las carteleras cambiantes de los cines de la Gran Vía, con cuyas viñetas componíamos el improbable guión de las películas que no podríamos ver hasta tener cumplidos los 16 años, y también conocíamos el domicilio exacto, piso, puerta y balcón de nuestras no menos improbables novias, siempre algo mayores que nosotros, que circulábamos por unos años en los que las fronteras de la edad trazan infranqueables abismos que luego el mismo tiempo se encarga de rellenar.

Sabíamos, no sé cómo lo sabíamos, pero lo sabíamos, o al menos lo intuíamos, que mientras no abandonáramos el perímetro de nuestra aldea virtual estaríamos bajo la protección de un ente benéfico, un tótem con mil ojos que se materializaba en cualquier ocasión de peligro en forma de vecino anónimo que conocía la puerta exacta donde había que depositar al borracho local extraviado en la inconsciencia, o a qué timbre llamar para avisar a unos padres preocupados y decirles, sin alarmarles, que a su retoño le estaban dando unos puntos en la casa de socorro.

'Los cines, los billares, los parques, el colegio, la novia, incluso la casa de socorro, todo estaba a dos pasos, siempre al alcance de la mano, casi nunca al alcance del bolsillo. Los colegiales no eran transportados entonces en pringosos autobuses a los campos de concentración escolar del extrarradio a través del espeso tráfico de una ciudad hostil. Un vocerío alegre y desgañitado anunciaba a media tarde el fin de las clases, los liberados tomaban las calles para sus juegos o dirimían los agravios acumulados durante, la jornada escolar a carterazos o esgrimiendo sus melladas reglas. Más recatadas y silenciosas, las alumnas de los colegios de monjas habilitados en viejos conventos, paseaban de dos en dos, avergonzadas de sus odiosós uniformes, de sus faldas demasiado largas, sus zapatones de reglamento y sus medias de punto por debajo de las rodillas.

Aún quedan en el centro de Madrid unos pocos y situados reductos donde perviven rastros de la promiscua y solidaria vida de barrio. Su atmósfera se siente al atravesar el umbral de un bar sin nombre, al acercarse al abarrotado mostrador de un ultramarinos de toda la vida o pedir la vez en una carnicería. El intruso percibe de pronto que ha entrado en un círculo de iniciados, y que su intrusión ha interrumpido un ritual largamente representado. La incomodidad no dura mucho y deja paso al dejá vu, en el cerebro del intruso se abre paso la sensación de que ya ha estado allí antes, hace mucho tiempo, incluso le parecen familiares los rostros de las clientas de la carnicería, que le miran con el rabillo del ojo y los apodos con los que los parroquianos del bar se identifican en la sobada lista de la porra, la quiniela o la Bono Loto que juega la peña y que luce pegada con tiras de cinta aislante detrás de la barra.

Reductos en vías de extinción enquistados en edificios longevos y renqueantes a los que la piqueta tiene echado el ojo, que día a día se van cubriendo con piadosos velos y andamios de obra. Portales y balcones encartelados con anuncios de ventas y alquileres, cascarones vacíos en el desolado corazón de la ciudad. Burbujas clónicas que reproducen escenas de un tiempo que está a punto de disolverse en el aire con un leve estallido, casi imperceptible para el oído ensordecido, pero devastador y doloroso.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_