La sagrada familia
"El espíritu republicano no sólo alentará en las plazas o en las asambleas de la nación, sino también entre las paredes del hogar, donde reside gran parte de la felicidad o de la miseria de los hombres". Cesare Beccaria, Dei delitti e delle pene (1764).
La violencia privada ha sido casi siempre socialmente aceptada, e hipócritamente silenciada. Hablo de los poderes legales privados, que se manifiestan en el uso de la fuerza física o en las diversas formas de explotación u opresión. Son los poderes del padre, del marido, del médico, del profesor, del empleador, del superior jerárquico, ejercitados tantas veces sin límites ni controles en la familia, en las relaciones conyugales, en los hospitales psiquiátricos, en la escuela, en las fábricas, donde la democracia se detiene; poderes de similar brutalidad a los que en demasiadas ocasiones se ejercitan en las cárceles, en los cuarteles, en los aparatos burocráticos.
Las cifras de la violencia doméstica son pavorosas en los países ejemplarmente civilizados, organizados, educados. El ámbito familiar, tradicionalmente representado como una especie de oasis feliz, se muestra en la práctica también como uno de los lugares donde mayor opresión hay sumergida. La principal causa de muertes o lesiones, o de sufrimiento psicológico por largo tiempo, o de taras irreversibles, es la violencia que surge en el seno de la estructura familiar.
Encabezado ese siniestro hit-parade la agresividad contra la mujer, rodeada de connotaciones sexuales y habitualmente realizada por el cónyuge o compañero. Ya sabemos que en España, este año que acaba, 60 mujeres murieron asesinadas por su antigua pareja, todas después de decidir separarse, y 18.000 denunciaron malos tratos (10 o 20 veces más en la realidad). No somos los únicos. Según el FBI, una mujer es golpeada cada 18 segundos en Estados Unidos. Hay más de cuatro millones de incidentes de violencia doméstica contra mujeres cada año. Una tercera parte de las mujeres asesinadas en Estados Unidos lo son por su compañero masculino. En Alemania, el Ministerio Federal de la Familia calculaba en 1987 que 400.000 mujeres eran maltratadas por sus maridos en la entonces República Federal, y las cosas no han mejorado desde entonces.
La situación de los niños víctimas de malos tratos es el otro aspecto de ese oscuro paisaje. Escribía Alice Miller que la situación de un niño maltratado es peor y comporta consecuencias más graves para la sociedad que la de un adulto en un campo de concentración. A pesar de ello, el fenómeno de la violencia sobre los menores va en aumento. En España no hay cifras convincentes, aunque se calcula que un 19% de los niños o niñas fueron objeto de abusos sexuales alguna vez. En Italia hay cada año más de veinte mil episodios conocidos de violencia sobre niños, un 25% de carácter sexual, pero se supone que la relación entre casos denunciados y no denunciados es de uno a diez. Una familia británica de cada 10 ejerce violencia sobre los niños y, de ese porcentaje, el 10% sufre abusos sexuales hace vulnerables al abuso, y éste es aceptado a veces como una forma de que se les preste atención, y porque hay niños o niñas discapacitados que tienen poca o ninguna posibilidad de comunicarse.
En todos esos casos de dependencia. económica y física -la de la mujer, la del niño, la del esta situación básica conduce a la ausencia de denuncia y, por tanto, a que el agresor no vea peligro en agredir y en reproducir una y otra vez su agresión.
Lo anterior se ve alentado además porque, cuando se denuncia el hecho, hay una dramática deficiencia en la reacción del Estado. Los policías, cuando acuden al lugar de los hechos, o cuando reciben una denuncia, se comportan a menudo de forma pasiva o son incapaces de ofrecer una ayuda o coordinarse con asistentes sociales que se ocupen de aconsejar a la familia y encontrarles un lugar adecuado de refugio. Lo mismo ocurre con un sistema judicial que se comporta como una tortuga ante la urgencia de una crisis o una amenaza cierta.
¿Cuáles son las causas de esas dificultades?
Para empezar, hay un clásico mito, que sigue teniendo una inercia apreciable, consistente en que la violencia doméstica es un "asunto familiar'' en el cual los agentes estatales no deben interferir. Ello va unido a la vieja idea de que las víctimas de la violencia familiar suelen ser las que la provocan. La respuesta legal refleja esos estereotipos. Los agentes no han sido entrenados para intervenir en la violencia doméstica, considerada como un asunto en donde la autoridad del hombre debe respetarse, tanto respecto de la mujer como de los hijos. Sucede que la policía pretende evitar la detención del agresor para limitarse a aplacar a sus iras. Sigue habiendo una tradición que hace que se responda principalmente a través de la mediación, intentando reconciliar a las partes en conflicto.
Este intento de mediación fracasa por no querer asumir las raíces de la violencia doméstica. Al concebir a ésta sólo como una "disputa familiar'' que debe ser solventada a través del compromiso, esa mediación trivializa la seriedad de la misma. Y ello porque se presume que el problema es la relación personal, que la causa está en ambos cónyuges y que el compromiso es la adecuada solución. No se distingue al agresor del agredido.
La verdad es que una intervención policial o judicial inmediata puede producir más apoyo moral a la víctima que una asistencia psicológica o un consejo de especialistas. Debería ponerse en práctica en España todo un programa integrado frente a la violencia -a través de leyes civiles y penales de procedimiento que den capacidad de arrestos especiales urgentes a los jueces, en una acción coordinada con los cuerpos de seguridad, fiscales y servicios sociales- que enviase un inequívoco mensaje al agresor, a la víctima y a la sociedad en el sentido de que la violencia familiar no va a ser tolerada por más tiempo. Se trata de impedir
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Viene de la página anteriorel desencadenamiento de la violencia o, mejor dicho, de impedir que ésta se convierta en la decisora del conflicto.
En el fondo, nunca ha habido una voluntad política real en los Gobiernos democráticos de nuestro país para combatir el problema hasta sus últimas consecuencias y por todos los medios. Por eso, cuando Ana Orantes muere abrasada por su es marido, las voces desde el Ejecutivo -aparte la insensibilidad asombrosamente machista de un vicepresidente- son que hay que reformar el Código Penal para agravar las penas. Otra vez la huida al derecho penal. No es esolo que se necesita, sino dar seguridad instantánea y efectiva al oprimido. Se requieren respuestas inmediatas y claras por los poderes públicos: centro antiviolencia de acogida; rápidas medidas cautelares contra el agresor, de arresto o de alejamiento del lugar del conflicto, o reglas de conducta en relación con la familia, incluyendo pago del mantenimiento de ésta, y también ayuda procesal y psicológica para que los niños y niñas vulnerablespuedan expresar con confianza sus experiencias de agresión, malos tratos o abusos. La competencia para ello debería atribuirse al juez civil de familia o a un fiscal especializado que pudieran actuar ágilmente con turnos de guardia permanente y dirigir la acción de la policía con eficacia.
En 1764, Cesare Beccaria, observando la antidemocrática realidad familiar de su época, se dio cuenta de que los Estados deberían construirse siempre sobre los ciudadanos, como individuos autosuficientes, y nunca sobre las familias, cada una con su jefe varón, porque en este caso, en la República, sólo los padres serían ''libres'', y las madres e hijos, ''esclavos''. Así lo expresa en su obra De los delitos y de las penas -traducida a la perfección por Francisco Tomás y Valiente-, punta de lanza del pensamiento liberal, ilustrado y moderno.
Más de dos siglos después de que Beccaria escribiera con esa lucidez, la violencia familiar -violencia invisible- en el interior de la casa o de los dormitorios es uno de los mayores desafíos de la democracia de la vida cotidiana, la que más importa conquistar. Pero me temo que la voluntad que se necesita para enfrentarse globalmente, como una cuestión de Estado, al factor más oculto pero más criminógeno y de efectos más desvastadores de nuestra sociedad -mucho más que la droga o el terrorismo-, seguirá brillando por su ausencia. Porque es un cambio cultural profundo el que se necesita. Un cambio que empezaría por considerar los derechos humanos y la igualdad efectiva entre hombre y mujer, entre adulto y niño, como una asignatura central desde la escuela, y terminaría por saber afrontar -lo que quiere decir mirar de frente- políticamente, sin reservas ni prejuicios, la violencia miserable que anida dentro de la sagrada familia.
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