_
_
_
_
Reportaje:PLAZA MENOR: CRISTINO MARTOS

Consuelo de los afligidos

Esta plaza sombría, dos veces más sombría porque esta noche lucen intermitentes -los faroles, se eleva sobre un -montículo de la calle de la Princesa, pero su otrora privilegiada ubicación no le depara hoy un horizonte despejado. Del otro lado de la principesca calle se levantan impenetrables las moles de la plaza de los Cubos, donde acampan los cabezas cuadradas y rapadas, y se yergue el menhir de hormigón de la Torre de Madrid. Tan señeros megalitos constituyen un formidable y deslumbrante biombo cuyas luminarias alumbran hoy la discreta plazuela, desasistida de las suyas, que parpadean espasmódicamente.Maldice al Ayuntamiento y sus luminotécnicos un ciudadano al que su perro, un gran samoyedo blanco y polar, ha sacado a pasear esta noche, y maldice a su can, que insiste en hociquear entre los barrotes de los desolados juegos infantiles, hostiles maquinarias de hierro, auténticos instrumentos de tortura, un embarrado campo de minas antiespinillas que atrae irresistiblemente la atención del can.

Desde la calle de la Princesa, una escalinata barroca, que se desenrosca alrededor de una historiada fuente con delfines heráldicos, asciende hasta la plaza, adornada de grafitos juveniles. El remate coronado de blancos floripondios sirve por la parte que da a la plaza como improvisado monumento en homenaje al eminente biólogo don Jaime Ferrán. La somera placa que honra la memoria del investigador del cólera y de la rabia se enfrenta a este paisaje de árboles desmayados y faroles que guiñan.

Al fondo, a la izquierda y a la derecha, un restaurante vascongado y dos tabernas eclécticas abren sus puertas a los escasos viandantes que deambulan por la que un día tuvo por triste gala llamarse plaza de los Afligidos. Tal denominación se refería a la imagen de Nuestra Señora de los Afligidos, que se veneraba en un convento hoy desaparecido. Aunque desde 1895 la plaza lleva el nombre del ilustre tribuno decimonónico don Cristino Martos, los madrileños, cuenta el cronista Pedro de Répide, siguieron llamándola por su antigua denominación, que desgraciadamente le siguió cuadrando por muchos años. Durante el franquismo, por ejemplo, en un impersonal edificio de oficinas que hace esquina con la calle de San Bernardino, se encontraba una siniestra delegación de los redundantes sindicatos nacionalsindicalistas y verticales. Aquí estaba el vértice donde convergían con sus aflicciones los desempleados, reclamantes y peticionarios, condenados a un tormento interminable de pasillos, pólizas, colas y ventanillas, a ver si les tocaba algo, aunque fuese la pedrea de la tan cacareada y pregonada justicia social.

Hoy campea en el inmueble el pendón de Comisiones Obreras como un acto de justicia distributiva, pero sobre la plazuela aún se deja sentir el peso de las aflicciones que sufre a diario la banda salarial en su eterno enfrentamiento con la banda patronal. En el acogedor bar de enfrente, afiliadas, afiliados y simpatizantes de la causa comentan las últimas incidencias de la contienda ensartando aceitunas y boquerones en vinagre como si fueran taimados capitalistas neoliberales, flexibilizadores de plantillas y optimizadores de recursos. En la otra taberna de la plaza, la parroquia se decanta por el mus, el lacón y la oreja de cerdo.

Junto al remate de la escalera permanecen cerradas las puertas de Lennon, disco-pub que sustituyó en este local a La Malmaison, una boîte de buenísima mala reputación en tiempos del sindicalismo vertical y de pazguata moralidad pública y nocturna, cuando, ante todo, habían de guardarse. las apariencias aunque no engañaran a nadie.

A don Cristino Martos, impecable orador de helénica prosa (Répide díxit), le cupo la mala suerte de compartir sus jornadas parlamentarias con el fogoso y bíblico tribuno don Emilio Castelar, mucho más apreciado entre la afición por su florida retórica.

Quizá esa preferencia explique que a Castelar le corresponda una espléndida glorieta de la Castellana con monumento a juego, y a don Cristino, esta afligida aunque céntrica plaza que también tiene sus encantos. El toque alegre, pintoresco y burlón lo pone el edificio situado en la esquina de Duque de Osuna, calle demediada que desciende en rampa hacia Princesa. Sobre cada uno de los balcones de esta casa figura un pícaro dibujo de Antonio Mingote.

En la media calle, pues sólo tiene una acera, del Duque de Osuna, ésta es la única casa habitada; a sus pies, un restaurante indio ofrece sus picantes especialidades, y el resto son puertas desvencijadas de viejos talleres, comercios cerrados y balcones ciegos y mudos bajo el reflejo inclemente de los neones y las luciérnagas comerciales del primer tramo de la calle de la Princesa.

La plaza de don Cristino es un viejo campo de batalla donde yacen enterrados los restos de palacios y edificios eclesiásticos como la capilla de La Cara de Dios o el convento de San Joaquín, donde se veneraba a la mentada Virgen de los Afligidos. La plaza de Cristino Martos parece a punto de despeñarse sobre el cauce de la calle de la Princesa y desaparecer en el tumulto, devorada por el turbión del siglo XXI, que no está para retóricas, aflicciones o reivindicaciones. La plaza de Cristino Martos siempre estuvo comprimida en los confines de un barrio palaciego, constreñida por los poderosos contrafuertes de la trasera del cuartel de Conde Duque y los aledaños del palacio de Liria, que un día se enseñoreó de este barrio fronterizo en el que se refugian algunos restaurantes de mérito, tabernas y mesones blasonados y amparados al cobijo palaciego en un laberinto de callejones escoltados por caserones decrépitos que sus caseros contemplan con la esperanza de una inminente ruina que les permita levantar un bodrio más rentable.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_