"Ir a la Opera de París es igual de caro que ver un partido de fútbol"
Hughes Gall (Honfleur, 1940) es director de la Opéra National de París desde 1995. En estos dos años ha saneado la gestión de un organismo que recibe cada año una subvención de 580 millones de francos (14.500 millones de pesetas) y ha puesto en la calle a un músico tan prestigioso como Myung Wung Chung -"mientras él fue el director de la orquesta, artístico y responsable de la programación, el dinero corrió a raudales"- sin que ahora ya nadie se lo reproche, excepto quizás el bailarín-estrella Patrick Dupond, que recientemente ha tratado a Gall de "irresponsable" y exigido su despido a la ministra de Cultura. El despacho de Gall, que ha conservado el mobiliario escogido por sus predecesores, está en lo alto de esa vulgaridad gigantesca que es la Opéra Bastille, una institución de la que dijo, cuando se ocupaba del Grand Théátre de Ginebra, que era "la mala respuesta a una pregunta que nadie se planteaba".Pregunta. ¿Qué comporta el adjetivo "nacional" en el caso de la Opera de París?
Respuesta. Significa que recibimos una subvención del Estado. Hay otras óperas, como la de Lyón o Toulouse, a las que también ayuda el Estado, pero en su caso intervienen otros organismos, públicos o no. El adjetivo "nacional" también comporta, aun que esto no está escrito en parte alguna, una voluntad de democratización cultural. Es una idea derivada del TNP de Jean Vilar. La Opéra National de París se obliga, pues, a ser asequible a un máximo de espectadores. El año que viene pondremos a la venta 860.000 plazas, una cifra que permite escapar a la acusación de elitismo con que se castiga a menudo la ópera. Que te califiquen de "nacional" supone al mismo tiempo un cierto compromiso entre calidad y popularidad aplicado a la programación. Por último, ser "nacional" implica mantener una política de precios que no impida en la práctica el acceso a una gran parte de la población, y por eso las entradas en la Bastille nunca son más caras que para ver un partido de fútbol o un recital de Aznavour.
P. ¿No existe ninguna obligación respecto a la nacionalidad de los músicos, directores, cantantes o compositores?
R. No. En 1973, cuando llegó Rolf Liebermann a París para ponerse al frente de la ópera, que entonces sólo contaba con el edificio del Palais Garnier, hubo un periódico que habló del "músico judío alemán". que llegaba para dominar el panorama musical francés. Ese tipo de patriotería ha desaparecido. Es evidente que si existiese un compositor, un cantante ' o un director de orquesta francés mundialmente indiscutible y que actuase en todas partes menos en París, el público y los periódicos podrían plantearse la cuestión, pero no es el caso.
P. Cierta prensa estadounidense ha levantado una gran polémica sobre la crisis de la producción cultural francesa.
R. Francia no es un país disciplinado y coherente, en el que sea posible construir a largo plazo. Una gran orquesta necesita tiempo para existir. Hay épocas en que esa falta de díscíplína se repara con genios, con individualidades muy brillantes, pero esos solistas, esas figuras, no siempre existen. En el terreno de la música nadie ha reemplazado aún a Messiaen o Boulez. En París andamos faltos de formación musical y por eso se repite la querella de los antiguos contra los modernos cada dos por tres.
R. ¿La Bastille es hoy una buena respuesta a una pregunta pertinente?
R. Mi frase se refería sobre todo a ese mito de la ópera popular. Hoy día la idea de ópera popular es mejor ir a buscarla en los espectáculos de Michael Jackson que en las obras de Stockhausen o Luigi Nono. La Bastille tenía que ofrecer ópera todos los días, para 5.000 personas y a muy bajo precio. El precio no es muy alto gracias a las subvenciones, la sala es para 2.700 espectadores, y entre las dos salas, Garnier y Bastille, llegamos a poner en pie 340 representaciones al año, y no creo que se pueda ir más allá. Es un compromiso razonable entre la utopía socialista de la "ópera popular" y la realidad.
P. El montaje que hizo José Luis Gómez de Carmen ha desaparecido del repertorio de la Bastille.
R. Sí. El espectáculo era de gran calidad y la versión que hizo Gómez me pareció inteligente y en ciertos aspectos innovadora, pero el decorado, por su tamaño, no puede guardarse, no hay almacén alguno en el mundo que pueda conservarlo. Werner Herzog también hizo en su día un Barco fantasma que no ha podido conservarse. Conmigo, ese despilfarro se ha acabado. Llevar un teatro es saber decir "no".En la Bastille combinamos la fórmula "temporada" con la de "repertorio". Hay una base egura, de Verdi,Puccini o Mozart, e la que un teatro e grandes dimeniones no puede rescindir. Luego ay obras más difíciles que hay que ir introduciendo poco a poco.
P. Dentro de ese mínimo de riesgo parece lógico que la Bastille impulse o produzca nuevas óperas.
R. Sí. La verdad es que hemos tardado mucho. El Teatro Real acaba de abrir y ahí están esas Divinas palabras.También es cierto que desde el siglo XVII se han escrito alrededor de 50.000 óperas, pero los títulos que se representan son entre 150 y 200. En todo caso, en 1998 la Bastille será marco de un estreno mundial, de Salammbo, una obra de Philippe Fénelon sobre el libro de Flaubert que, en un principio, debía ser coproducida con Berlín, pero que luego, por razones de idioma -¡querían que la ópera fuese en alemán!-, la hemos asumido solos. Salammbo será repuesta el año 2000 y pasará a formar parte del repertorio. Una programación equilibrada es básica; si no, acabas como el Metropolitan, que sólo pueden levantar telón si en el escenario hay, un cantante-estrella.
Babelia
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