Jano Bifronte o Ias dos caras de Juan Pablo II
Juan Pablo II va camino de convertirse en el Papa que mas tiempo ha permanecido en el solio pontificio de entre los papas elegidos en el siglo XX. Precisamente este otoño se han cumplido 19 años de su elección. La ocasión parece oportuna para hacer una reflexión serena en torno a tan largo y peculiar reinado.El actual Pontífice vino del este europeo con un programa de restauración de la cristiandad diseñado a imagen y semejanza del catolicismo polaco, y con la firme decisión de devolver a la Iglesia romana el protagonismo perdido en la modernidad y por mor de la modernidad. Es verdad que no ha logrado recuperar dicho protagonismo para la Iglesia, pero sí ha conseguido hacerlo realidad ejemplarmente en su persona. Durante casi dos décadas, Juan Pablo II ha llenado la escena mundial ejerciendo de actor principal en todo tipo de representaciones, religiosas o no. Su único rival pudo ser, por unos años, Reagan, pero era tanta la sintonía entre ellos, que no se sabía muy bien quién era el doble de quién.
A lo largo de estos años, la figura del Papa ha ido adquiriendo los perfiles de Jano, el dios de la mitología romana a quien se le representa con dos caras opuestas, una mirando hacia adelante y otra hacia atrás. Veámoslo a través de tres ejemplos.
Es muy difícil encontrar en la historia de la Iglesia -ya bimilenaria- un Papa que haya defendido la justicia social, la primacía del trabajo sobre el capital y la necesidad de un nuevo orden internacional fundado en la equidad y la solidaridad, con más tenacidad que el papa Wojtyla. La severidad con que ha denunciado los abusos del capitalismo nos recuerda las críticas radicales e indignadas de los viejos profetas de Israel contra los ricos y los poderosos. Ahí, están para confirmarlo sus encíclicas socialmente progresistas y sólidamente fundamentadas Laborem exercens, Solicitudo rei socialis y Centesimus annus, que adelantan por la izquierda a algunos programas y algunas políticas socialdemócratas, o sus discursos sociales, como el recientemente pronunciado en Brasil, donde, amén de defender los derechos de los indígenas, de los niños de la calle y de los negros, ha apoyado incondicionalmente la lucha del movimiento de los Sin-Tierra.
Sin embargo -y ésta es la otra cara del Papa-, a renglón seguido descarga su ira contra el marxismo, contra todo el marxismo y todos los marxismos, sin establecer las obligadas distinciones que, por rigor intelectual y coherencia ideológica, hay que hacer. Descalifica globalmente el socialismo, no sólo el del Este -en cuya condena está sobrado de razón-, sino todos los socialismos habidos y por haber. No ve con buenos ojos -e incluso condena- a personas y grupos cristianos que intentan llevar a la práctica sus mismas propuestas de justicia y solidaridad. Apoya opciones y prácticas sociales de claro matiz asistencial.
En el diálogo inter-religioso, Juan Pablo II brilla con luz propia. Es una de las personalidades religiosas que más han potenciado el macroecumenismo, sin exclusiones y sin ánimo de proselitismo. Una de las iniciativas más originales de su pontificado fue el encuentro con líderes religiosos de todo el mundo en la ciudad de Asís. Allí no se reunieron para discutir las divergencias teológicas existentes entre ellos ni para lograr acuerdos doctrinales. Fue un encuentro de oración en el que cada uno de los partipipantes se dirigio a su divinidad, respetando Ias divinidades de los otros.
Las iniciativas macroecuménicas del Papa, empero, chocan frontalmente con sus prácticas, autoritarias en el interior de la Iglesia católica, donde tiende a fomentarse la uniformidad, difícilmente se respeta el pluralismo y a veces hasta se recurre al anatema. El caso más paradigmático al respecto es la reciente excomunión del teólogo de Sri Lanka Tissa Balasuriya por la publicación de su obra María y la liberación humana, considerada herética porque presenta la figura de María en el contexto de las religiones de aquel entorno cultural. Hay, además, una tendencia a limitar el diálogo entre las Iglesias cristianas por parte del Vaticano. Y el poco diálogo que queda se centra en cuestiones doctrinales, más que en promover un ecumenismo de la liberación y de la solidaridad con los pobres. Una muestra de la falta de voluntad ecuménica es la ausencia voluntaria de la Iglesia católica del Consejo Mundial de las Iglesias.
Un tercer ejemplo, -quizá el más significativo- de la ambigüedad papal es la actitud ante la mujer. Juan Pablo II ha defendido con firmeza la dignidad de la mujer y la igualdad de derechos entre ella y el varón. Ha denunciado con vigor profético las diferentes formas de violencia ejercidas contra la mujer. Atrás quedan la caza de brujas, las burdas identificaciones de la mujer con el escándalo y las macabras comparaciones de la mujer con el diablo en cuanto tentadora del varón.
Pero las cosas empiezan a cambiar cuando se baja a la realidad y se trata del reparto del poder. Entonces, cualquier parecido entre lo dicho y lo hecho es pura coincidencia. El Papa sigue considerando la maternidad como la verdadera vocación de la mujer la educación y crianza de los hijos como su tarea prioritaria, y la dedicación a la casa como su trabajo principal. Es verdad que no se opone al trabajo de la mujer fuera del hogar, ni a su presencia en la vida pública, ni a su actividad en el terreno de la investigación. ¡Faltaría más! Pero, ¡ojo!, todo esto lo admite en la medida en que sea compatible con el ejercicio de la maternidad y el cuidado de los hijos. Se condena, así a la mujer a una jornada laboral interminable y agotadora.
Dentro de la Iglesia, la situación no es mejor. La mujer constituye la mayoría silenciada y silenciosa. No tiene ni voz ni voto, ni nadie que la represente. Es excluida del ministerio sacerdotal y episcopal, de los puestos de responsabilidad y de los espacios donde se toman las decisiones. Hasta las cuestiones que más directamente le afectan son abordadas y resueltas por varones célibes. La mujer en la Iglesia es, en fin, invisible. Y como todo lo invisible se da por inexistente, bien puede decirse que la mujer en el catolicismo romano apenas existe más allá de los libros de bautismos y matrimonios.
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