Los feos secretos del Kremlin
Destituido sin explicaciones en junio de 1996, Sacha Korjakov, amigo y confidente de Borís Yeltsin durante 11 años, ha decidido desahogarse. En Moscú se quitan de las manos su libro, que lleva inscrita esta ocurrencia de Talleyrand: "Los pueblos se aterrorizarían si conocieran la mediocridad de los que les gobiernan".El retrato colectivo de los que gobiernan -y el autor no se excluye de este grupo, lo que añade todavía más sal a su obra- es apasionante. Korjakov describe con toda naturalidad las intrigas bizantinas de la corte del zar Borís, sin pretender en absoluto reservarse el papel de bueno. Porque el amigo Sacha secundó a su jefe en todo, incluida su actividad principal, que consistía en desplazar, destituir o ascender a sus colaboradores, y se aprovechó de ello para situar bien a varios de sus amigos.
Sería inútil buscar a lo largo de estas 477 páginas el menor rastro de una preocupación política por parte de Yeltsin. El amo del Kremlin se deja conducir constantemente por el cerebro colectivo de sus consejeros y no siente la necesidad de hacer análisis o previsiones. El amigo Sacha tenía una confianza absoluta en la estabilidad de este sistema. Se lo dijo con sabrosa brutalidad a un neocomunista: "Vosotros habéis gobernado durante setenta años. Ahora nos toca a nosotros otros setenta años. Luego os devolveremos el poder".
¿En qué basa el ex amigo de Yeltsin esta curiosa manera de entender la alternancia? Desde luego, no en el arraigo democrático del nuevo régimen. Sabe de sobra que el partido del Gobierno no representa más que al 6% o 7% del electorado, por el que, por otra parte, sólo siente desprecio. Cuando dice "nosotros", se refiere al presidente electo, a su círculo en el Kremlin y a los magnates financieros que patrocinaron su campaña electoral. Estos personajes no tienen ninguna legitimidad electoral. Además, no existe ningún criterio de selección para entrar en el círculo del "nosotros". Borís Yeltsin y su amigo Sacha detestan a los comunistas, pero siguen prefiriendo un antiguo partinyi rabotnik (funcionario del partido) a un intelectual ex disidente.
En este juego sin reglas, el azar desempeña un importante papel. La carrera fulgurante del propio Sacha Korjakov es la prueba de ello. Mayor del KGB, fue desde 1985 uno de los tres guardaespaldas de Borís Yeltsin, pero ni el más importante ni el preferido. Todo cambió en 1986 durante sus vacaciones en Pitsunda, en el mar Negro. El futuro presidente quería jugar al balonvolea. Sacha Korjakov, de 1,82 metros de estatura, resultó el compañero ideal. Junto con Tatiana, la hija del jefe, formaron un equipo que daba buenas palizas al de los "palomos abjacios", los agentes locales del KGB. Cada victoria se regaba generosamente. A Borís le gusta el vodka, y a Sacha también. El balonvolea y el alcohol sellaron una amistad "para toda la vida".
Otro ejemplo de carrera inesperada es la de Guenadi Burbulis. Este antiguo profesor de comunismo científico había acompañado a Yeltsin de SverdIovsk a Moscú. En las elecciones presidenciales de 1991, Yeltsin decidió reclutarlo como vicepresidente. En el transcurso de una gran cena, Burbulis se puso a filosofar hasta quedarse sin aliento, trasegando tanto vodka que acabó sintiéndose mal. Para no perder tiempo, fue a "aliviar su estómago" a un rincón del comedor antes de reanudar su discurso. Naina Yeltsin, escandalizada, obligó a su marido a buscarse otro compañero de candidatura. Eso no impidió que durante los dos años siguientes, Burbulis desempeñara un papel más importante en el Kremlin que el vicepresidente.
Durante los violentos acontecimientos de 1993, en la época del conflicto entre Yeltsin y el Soviet Supremo, la carrera de Sacha Korjakov dio un nuevo salto hacia adelante. La situación en Moscú se había vuelto insegura. El Ejército se negaba a intervenir, según cuenta Korjakov. "No tenemos tropas disponibles; están en la cosecha de la patata", afirma el estado mayor general. Cuando Yeltsin pide que le envíen al menos diez tanques para disparar contra el Parlamento, el general Gratchov exige una orden por escrito del presidente antes de obedecer. El comando de élite Alfa va todavía más lejos: quiere una orden aprobada por el Tribunal Constitucional. Korjakov se muestra abiertamente escandalizado ante estas reticencias. Pero en definitiva fue él quien sacó más provecho de la crisis. Al ver que los cuerpos constituidos eran difíciles de manejar, el presidente le encargó que formara un "mini-KGB" -es su propia definición- bien armado y a su servicio exclusivo.
Ascendido a general, bien instalado en el Kremlin y disfrutando de un acceso privilegiado al presidente, Alexandre Korjakov es considerado por algunos a partir de entonces como uno de los hombres más poderosos de Rusia. Se le ha llamado el Rasputín, el genio malvado de Borís Yeltsin. El periódico Izvestia llegó incluso a afirmar que era él quien gobernaba Rusia. Se trataba de una exageración evidente, porque carecía de envergadura para ello. Cuando se lee su libro impresiona su mentalidad de mayordomo, muy apegado a su jefe, listo para cumplir sus deseos, para servir a toda la familia sin pedir nada a cambio. Fue suficiente una alusión del jefe contra el banquero Gussinski para que Sacha lanzara a los esbirros de su "mini-KGB" contra las oficinas del "culpable" sin haber recibido ninguna orden expresa. Todavía hoy sigue sin entender por qué el asunto levantó tanta polvareda: "No murió nadie; los guardias de Gussinski estuvieron tumbados boca abajo varias horas en la nieve y él escapó cinco meses a Londres, eso es todo", explica santurronamente. Por otro lado, el presidente no le hizo ningún reproche.
Paradójicamente, cuando peor le fueron las cosas al amigo Sacha fue cuando actuó de acuerdo con la ley, antes de ser destituido. En la noche del 20 de junio de 1996 hizo detener a dos personajes que habían salido de la sede del Gobierno con una caja de cartón que contenía medio millón de dólares sin q ue pudieran dar razón del origen ni del destino del dinero. El desgraciado Korjakov no sabía que se trataba de dos intocables, protegidos de Anatoli Chubais, el coordinador de la campaña electoral; éste, aquella misma noche, denunció en la televisión un compló para boicotear las elecciones presidenciales. A la mañana siguiente, el amigo Borís, titubeando de cansancio, se apuntó a esta tesis. Sacha está convencido de que fue su hija Tatiana quien le obligó.
Curiosamente, Korjakov habla muy poco en el libro sobre la guerra de Chechenia. General y jefe del "mini-KGB", no tuvo, sin embargo, reputación de halcón en este episodio poco glorioso. Se contenta con mencionar como único gran culpable al general Pável Gratchov. En diciembre e 1994, el ministro de Defensa arrastró a Yeltsin a aquella guerra prometiéndole que restablecería el orden en la República rebelde en diez días. "Gratchov debería haberse pegado un tiro en la cabeza o, por lo menos, haber dimitido", dijo Korjakov bastante más tarde en una entrevista en televisión. La frase fue censurada. El ministro de Defensa no hizo ni una cosa ni la otra, y sobrevivió en el Kremlin bastante más tiempo que Korjakov. Por la simple razón de que aquella guerra de los "diez días" duró cerca de dos años y que el presidente era todavía más responsable que su ministro de Defensa.
Si el episodio checheno no le inspira mucho, el autor encuentra su musa cuando se trata de evocar el declive en la salud del jefe y su práctica incapacidad para ejercer el poder. A un consejero que se le presenta con un montón de carpetas de asuntos pendientes, Yeltsin le ordena de entrada: "¡Quite la mitad! -¿Cuál? -La que quiera". El jefe duerme poco, mal, y se droga con vodka. Es casi impresentable y sus viajes al extranjero siembran el pánico en el Kremlin. Ni siquiera se da cuenta de su estado. Varios meses antes de las elecciones de 1996, convencido de que no está en condiciones de hacer la campaña electoral, Sacha Korjakov se empeña en que hay que lograr aplazar las elecciones. El primer ministro, Chernomirdin, está de acuerdo con él. Cuando Yeltsin se entera, se pone furioso y ordena a Sacha que no se vuelva a mezclar en política. Es el principio del deterioro de sus relaciones. Pero la corte no se entera inmediatamente. Incluso Tatiana, la hija mala del presidente, sigue rogándole al amigo Sacha: "Tú eres el único que puedes decirle cualquier cosa a papá, porque le quieres más que los demás". En su libro, Korjakov se defiende vehementemente: nunca pudo querer a este Borís, déspota, egoísta, depresivo y sin escrúpulos. No le perdona haberle obligado a beber vodka durante horas cuando estaba en el hospital, recién operado de una hernia. "¿Qué pasa, te niegas a brindar a la salud del presidente?", preguntaba el jefe jugando con la vida de su amigo. Korjakov parece olvidarse de que en las páginas anteriores cuenta que él mismo utilizaba exactamente la misma frase para empujar a otros dirigentes en diversas ocasiones a beber contra su voluntad. El vodka corre a raudales por este libro. No es ningún descubrimiento. De todas maneras asombra ver la alegría con que esos grandes bebedores rusos mezclan el vodka con el coñac o el champán. También cuenta esta escena pasmosa: antes de las elecciones, Yeltsin fue a Grosny, pero, sabiendo que su Ejército ya no controlaba Chechenia, permaneció en el aeropuerto de Kankala, principal base rusa. Se "puso la mesa" en su honor. La madera crujía bajo el peso de las vituallas y las botellas. "¡Mejor que en el Kremlin!", precisa el general Korjakov. Sus homólogos no supieron hacer la guerra, pero el terreno de la bebida cometían con el mismísimo presidente.
Con el salario que cobraba en el Kremlin, 6.000 dólares al año, Korjakov tenía problemas para llegar a final de mes en Moscú, donde la vida es cara. Tuvo, por tanto, que apañárselas, como los demás dirigentes. Hasta el punto de que su madre, tras su cese, le reprochó "haber cogido demasiado y haber dado demasiado poco al residente". Haría falta un Balzac ruso para describir el comportamiento de esta nueva élite. A través del libro de Korjakov, uno se da cuenta de que en maeria de vulgaridad y de arribismo los Rastignac rusos son campeones en todas las categorías. ¿Qué decir, para terminar, de la batalla por los pisos cle la nueva casa presidencial, donde se aglutinan en Moscú los que están próximos al poder? Korjakov se burla de Yegor Gaidar porque en lugar de comprarse un piso en el mercado libre que tanto alaba, no tuvo ningún inconveniente en solicitar una vivienda en esta residencia maravillosa. Pero, ¿dónde vive el autor? En esa casa presidencial, naturalmente. Lo que prueba que, a pesar de todo, ha conseguido conservar un nicho a la sombra de su antiguo jefe. A veces se cruza con la detestable Tatiana, hija del ex amigo Borís, y tiene de vecino de rellano al primer ministro, Víctor Chernomirdin, todos piensan con quedarse allí setenta años.
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