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Un monstruo cabalga

Algo muy raro nos está ocurriendo, y cada uno reacciona como sabe o puede. Peor sería no inmutarse, porque la impavidez equivale a la muerte. Si usted, amado lector o lectora, ya está muerto (por cierto, permítame que sea el primero en acompañarle en el sentimiento), acaso piense que mi obsesión por las obras y otras malandanzas municipales resulta excesiva. Obsesionado sí que estoy, lo confieso, y bien sabe Dios que tal certeza dista de hacerme feliz. Antes al contrario, se sufre tanto... En cuanto a que la obsesión sea excesiva, me atrevo a disentir de su presunto punto de vista. ¿Cómo no angustiarme con los niveles de incompetencia que a diario y continuadamente me entran por los ojos y los oídos? ¿Cómo no preocuparme por el hecho de que quienes tienen poder para ello no remedien jamás los terribles absurdos que cotidianamente se desparraman por las calles de Madrid? Sí, sí, ya sé que me pongo muy pesado, pero permítanme que aluda por última vez, con su presunta venia, a uno de los temas más fehacientes y verificables entre aquellos que me acucian: el obvio desequilibrio y la absoluta arbitrariedad en la distribución de recursos del servicio municipal de limpiezas.Hay calles que no se limpian nunca, según denuncian con frecuencia los lectores y puede comprobarse a simple vista. Hay calles que se limpian a diario, con saña, nocturnidad y alevosía, incluso los domingos y fiestas de guardar. ¿Cómo no va a obsesionarse uno si a las dos de la mañana tienen que soportar todos los días el ruido de la regadora, que además no riega nada, sólo derrocha, y a las siete y media le despiertan los inefables señores de los tubos estruendosos? La primera no se toma jamás un respiro, aunque lleve días y días diluviando, y a los segundos, cuya presunta misión es "limpiar las hojas del árbol caído", les importa un rábano que sus inocentes víctimas se peguen como lapas a la acera o calzada por la lluvia. ¿Cómo no habría de obsesionarse el ciudadano que todavía no se ha muerto (aunque, entre unas cosas y otras, le falte poco)?

Le queda el derecho al pataleo, claro, sobre todo si tiene la fortuna de poderse expresar en un medio de difusión todavía no adquirido, cohechado o sojuzgado por el Big Brother nacional. Porque aquí hay libertad de expresión, sí ("¡vente pa'España, tío!"), pero ésta es, insisto, una "democracia rarita". O, en otras palabras, se desahoga uno mucho al criticar los yerros del poder omnipresente, pero ¿qué utilidad tienen tales censuras, por razonables y razonadas que sean, si jamás se atienden? Las maquinonas siguen y siguen, y al denunciante sin interlocutor válido le acomete la desgarradora sospecha de que, tras ella, ha dejado de existir una mente humana superior, rectora y correctora: lo más probable es que sólo haya otra máquina, y además, tonta.

Algo muy raro sucede, y no sólo en el ámbito municipal y espeso, sino también a escala planetaria. Las paradojas y contradicciones sé acumulan. Aquello que se nos vendió hace dos o tres decenios como garantía de una futura existencia mejor (el progreso tecnológico y la civilización informática, pongamos por caso) está, de hecho, destruyendo la calidad de vida de Occidente, amenazando ya la propia vida.

Pero es que todo nos sale mal: cuando cayó el Muro pensamos, alborozados, que muchos millones de seres humanos estaban accediendo a una mayor libertad, prosperidad, felicidad. En la mayoría de los casos no ha sido así. Pensemos en la sociedad rusa, rumana, etcétera. Los más afortunados consiguieron escaparse y ahora piden limosna en la calle de Postas o venden La Calle en Bravo Murillo. ¿Tierra de promisión? Tampoco en este lado de acá marchan tan bien las cosas. Las economías progresan, los pueblos no. ¿Funcionan las iniciativas unificadoras, incluida la UE? Las naciones involucradas van perdiendo su identidad tradicional, mientras en su seno surgen nacionalismos cada vez más radicales, paletos y centrífugos.

Democracia, ocio, fraternidad cósmica, ¡Qué bonito! Sin embargo, un monstruo iconoclasta cabalga por nuestras calles, entre las maquinonas. ¿Será el quinto jinete? Ahí abajo prosigue la descomunal batalla contra las líricas hojuelas del otoño, y yo tengo un mal día, me temo.

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