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El espectáculo debe terminar

En 1931, proclamada ya la Segunda República, un magistrado presentó en el Ministerio de Justicia una instancia que concluía con la fórmula entonces habitual y que ha perdurado hasta fechas todavía no muy lejanas: "... siendo gracia que espera alcanzar de V. E., cuya vida guarde Dios muchos años". Algún funcionario del ministerio -impensable es que la decisión fuera de Fernando de los Ríos, que era persona inteligente- devolvió la instancia bajo el pretexto de que España era ya un país laico y que la mención a Dios era del todo punto extemporánea. El magistrado, con gracejo andaluz -pues andaluz era-, reprodujo su petición, que así finalizaba: "... siendo gracia que espera alcanzar de V. E., cuya vida sea guardada muchos anos por quien corresponda".Pues bien, no pareciendo que Dios quiera tomar partido en los problemas que actualmente padece el mundo de la justicia -y bien que hace-, a quien corresponda hacerlo hay que pedirle y exigirle que o se pone coto al espectáculo desmadrado que se está viviendo o las consecuencias que en el futuro padeceremos todos serán tan negativas que difícil es aventurar si podrá soportarlas el sistema democrático.

El Poder Judicial es un poder del Estado, y lo que afecta a cualquiera de sus poderes o a sus instituciones -en el caso que nos ocupa, su prestigio- ha de mirarse siempre con la máxima atención, buscando en cada momento la solución adecuada, con prudencia pero con firmeza, sin descartar, si necesario fuere, la cirugía si realmente se desea evitar la catástrofe.

Todos, absolutamente todos, hemos de reflexionar sobre ello. La clase política en su totalidad -se gobierne o se esté en la oposición-, jueces, magistrados y fiscales, el Consejo General del Poder Judicial, la Fiscalía General del Estado, los profesionales del derecho y los medios de comunicación. El espectáculo que se vive y padece, en el que sólo falta la actuación del torero bombero y los siete enanitos, tiene ya que finalizar. Cuanto más tiempo pasa, más se pone de manifiesto tal necesidad.Lo primero que ha de producirse es un respeto entre las fuerzas políticas y la magistratura, concebida ésta en el más amplio sentido de la expresión. Algunos magistrados y fiscales han de ser más autocríticos y dejar de ver siempre la paja en el ojo ajeno y ver de una vez la viga en el propio. Han de ser respetuosos y no dar lecciones de cómo se gobierna y actúan las fuerzas parlamentarias, que legislan como depositarias que son de la voluntad popular. Las críticas a determinados proyectos o decisiones son legítimas, pero eso es cuestión distinta. Y las fuerzas políticas, gobiernen o no, han de comprender que la justicia emana del pueblo y que al pueblo sirve a través de quien la administra o promueve, y que sobre ello pueden y deben legislar, pero no es algo que les pertenezca y no deben alabar o repudiar lo que les guste o disguste según pueda convenir o no a sus intereses, sin perjuicio de las críticas a determinadas resoluciones, a las que, como cualquier ciudadano, tienen perfecto derecho. ¡Faltaría más! De igual modo, la justicia no pertenece a quienes la administran o promueven, utilizándola a su antojo, como a veces da la impresión de que así ocurre. Su labor ha de limitarse a defender en todo momento la legalidad, lo que no es poco, sin dar nunca pie, como desde algunos sectores sucede, minoritarios pero. importantes, a que el espectáculo parezca no tener fin.

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Lo propio ha de decirse de algunos medios de comunicación. Más que informar y opinar, con una prepotencia fuera de lo habitual, parece que se erigen en el Tribunal Supremo y, en ocasiones, en coadministradores de la justicia, denigrando o exaltando a jueces y fiscales, según se ajusten o no a sus deseos. Parece que todo vale. La injuria, la calumnia., el insulto y las amenazas, más o menos veladas, están a la orden del día. Y ésa no es la labor -labor hermosa, por otra parte- de quienes tienen como obligación principal informar y no deformar a sus lectores.

De otro lado, los profesionales del derecho no han de olvidar que si hoy son acusadores pueden mañana ser defensores, y a la inversa. Y lo que no de sean para sus defendidos, no han de desearlo para las otras partes. Han de utilizar todas las armas que la ley pone a su disposición, con lealtad y limpieza, sin denigrar ni insultar a los demás y a quienes tienen que decidir.

Cabe, por lo demás, preguntarse si el órgano de gobierno de los jueces y magistrados y la Fiscalía General del Estado han estado a la altura de las circunstancias en determinados momentos y si han hecho o no el uso debido de las facultades que legalmente les corresponden, y si en. alguna ocasión han contribuido, aun sin pretenderlo, más al desgobierno que al gobierno.

En efecto. Jueces contra jueces, fiscales contra fiscales, jueces contra fiscales y viceversa, imputaciones mutuas de prevaricación -terrible acusación ésta contra un juez-, falta de respeto a los superiores, incluso al Tribunal Supremo, resoluciones que causan estupor procediendo de jueces profesionales, que no de jurados, a los que con tanto interés se quiere ahora denigrar, vulneración constante del secreto sumarial, cabriolas sobre las normas procesales con interpretaciones sorprendentes, medidas cautelares que se justifican alegando que son de carácter real y no personal como cualquier tratado de derecho nos enseña, utilización no siempre correcta de la prisión provisional, mantenimiento de los procesos sine die sin que se sepa bien la razón, sanciones disciplinarias recurridas hace más de medio año sin que se resuelvan los recursos sin motivo aparente alguno que lo justifique, lo que no beneficia a los interesados y asombra a los demás... ¿Hasta cuándo, hasta cuándo ha de continuar el espectáculo a vista, ciencia y paciencia de quienes tienen, la obligación de acabar con él? No todo es jurisdiccional, no. Si la respuesta es que nada se puede hacer, más vale qué todos nos vayamos a casa.

Y en medio de este espectáculo que todos hemos de asumir, unas líneas dedicadas al ministerio fiscal. Según algunos políticos, el Gobierno utiliza a "su" fiscal, de lo que cabe deducir que antaño se utilizaba al "otro", como afirmaban entonces quienes hoy gobiernan. Triste panorama. Por su parte, el Gobierno proclama el reforzamiento de la autonomía de tal institución, pero cuando los fiscales de sala del Supremo, por unanimidad y con ellos la inmensa mayoría de los fiscales, expresan su rechazo a ciertas decisiones que se consideran no acordes con la legalidad, la respuesta es la risa y llamarles coro de no se sabe qué clase, recordando al tiempo que una cosa es la autonomía y otra bien distinta la independencia, como si se hablara no de los fiscales, sino de las comunidades autónomas. No hace falta que se nos recuerde nuestro papel, que bien sabemos, y que no es otro que el que la Constitución diseñó. Por lo demás, como "muestra" de ese pretendido reforzamiento, se ha convertido de un plumazo, sin reforma legal, al consejo fiscal -con independencia de que no ha estado muy acertado en algunas decisiones- en un adorno, en un florero. Sabemos de dónde venimos, no sabemos muy bien dónde estamos e ignoramos hacia dónde nos dirigimos o se nos quiere dirigir. Creo, sin embargo, que, con buena voluntad, todo puede arreglarse. Concedamos, pues, un margen de confianza.

Se dirá que la presente reflexión derrocha pena, tristeza y amargura. Es cierto. Pero o entre todos salvamos lo que es indispensable para que funcione debidamente un Estado de derecho y el sistema se encarga de ello o el monstruo que se está creando puede acabar devorando al sistema como Saturno devoró a sus hijos. ¡Póngase, póngase el remedio cuanto antes! A nadie beneficia el espectáculo y a todos perjudica.

Decía en unos versos mi paisana Rosalía, que, obviamente, se refería a otras cuestiones: "Triste e o cantar que cantamos, ¿niais quéfacer si outro millor non hai?". Pero si no hay otro mejor, ¿qué hacer? Pues, sencillamente, tragarse la amargura y aguantar el chaparrón y, como los gallegos hacen cuando hay tormenta, abrir el paraguas y esperar a que escampe, Triste, muy triste, pero, como suele decirse, real como la vida misma. Mas como quiera que soy un hombre pragmático, dejando a Dios tranquilo, todavía confío en los hombres, con la esperanza de que aquellos a quienes corresponde resolver el drama harán lo imposible para buscar la solución adecuada, Gobierno, Cortes Generales y órganos de gobierno de jueces, magistrados y fiscales, para conseguir entre todos que después de la tempestad que padecemos pueda venir la calma.

Juan José Martínez Zato es fiscal de sala del Tribunal Supremo y jefe de la Inspección de la Fiscalía General del Estado.

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