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Luxemburgo o el despertar de la Europa política

Diego López Garrido

El subtítulo de este artículo bien podría ser Aznar no quiso enterarse. Porque, efectivamente, por encima de la obstruccionista, retardataria y reticente actitud del Gobierno español ante la cumbre de Luxemburgo sobre el empleo destaca la falta de visión o conciencia en el presidente de lo que allí se estaba escenificando: un giro estratégico -no espectacular, pero sí relevante- hacia lo político en una Unión en la que, hasta ese momento, había prevalecido el objetivo economicista de un mercado abierto sobre cualquier otra consideración.Era un momento histórico para estar con Europa. Por vez primera, una cumbre monográfica se dedica al empleo, al que se le imprime un sesgo de parcial desnacionalización, algo considerado herético por los eurócratas hasta hace muy poco, y manifestado en el frustrante Consejo de Florencia. Cada año habrá un Consejo Europeo dedicado al empleo. La UE vigilará y valorará los preceptivos planes plurinacionales de empleo de los Gobiernos. Su sanción será política, o sea, algo más que meramente simbólica. Una nueva forma de aproximarse al paro ha nacido, y en el futuro, con la presencia del diálogo social (una aportación positiva de nuestro Gobierno, desgraciadamente la única).

Las conclusiones del Consejo Europeo extraordinario sobre el empleo, muy medidas, son toda una filosofía de lucha contra el paro, que tiene tres pilares básicos: un entorno macroeconómico sano, una apuesta por la inversión en investigación y redes de transporte (con ayuda financiera del BEI) y políticas activas de empleo. Estas últimas han sido la estrella de la cumbre, y van desde las garantías de empleo o formación para los parados hasta medidas para la igualdad entre hombre y mujer (ésta es la más golpeada por el paro y la precariedad, porque desarrolla trabajos más vulnerables), pasando por la creación de yacimientos de empleo o la reducción del tiempo de trabajo.

No se fuerza la máquina. No hay compromisos concretos o los hay tímidos, salvo en lo más acuciante e inmediato, que es dar trabajo o capacidad formativa para estar en condiciones de encontrarlo. Aquí sí hay compromiso, y aquí se descolgó España. Es la primera ocasión en que se fija un plazo (cinco años) para que los Estados empiecen a garantizar a sus parados una ayuda decidida contra el desempleo. Los jóvenes en paro (seis meses) y los adultos parados de larga duración (un año) tendrán una oferta de trabajo o seguirán un curso de formación que favorecerá su empleabilidad (permítaseme este barbarismo anglicista).

La política europea aterriza por fin en lo social. Suavemente, como siempre, pero con un salto cualitativo, que no es sino aplicar el espíritu de la convergencia también al empleo, y ofrecer garantías reales y cuantificadas en un tema capital: trabajo o formación para jóvenes y parados de larga duración. Sin embargo, esto es precisamente lo que España ha rechazado, situándose mal y, por tanto, sin fuerza o autoridad para exigir apoyo comunitario en el pavoroso problema de paro que sufren nuestros jóvenes (la mitad sin trabajo) y nuestra sociedad, a la que no se le da la esperanza o Ilusión que de todo Gobierno se exige.

El aferramiento de Aznar al argumento del "principio de realidad" -así ha justificado su descuelgue de los acuerdos concretos más importantes de la cumbre- esconde una preocupante falta de perspectiva histórica. No querer comprometer al Gobierno en un esfuerzo, en cinco años, para garantizar al menos un curso de formación a jóvenes, y parados de larga duración -objetivo asequible si hay voluntad política- dice poco de la capacidad y legitimidad de un Gobierno para pedir el voto y el apoyo para gobernar en un país como España, que tiene en ese objetivo su principal preocupación y anhelo.

En el fondo, lo que hay es una notable resistencia de la derecha a asimilar los cambios profundos en las tendencias sociales, o sea, la fuerte presión popular sobre los Gobiernos para que vuelvan la cara hacia el desempleo estructural, el factor clave de esa plaga del fin de siglo que es la exclusión, esto es, el aislamiento de la sociedad en que se vive, fenómeno que desestabiliza más que cualquier otra cosa la convivencia y mina las propias bases culturales de las democracias occidentales.

La derecha española arrastra aún graves dificultades para, poder dirigir los mayores desafíos de nuestro país hacia su interior -la cuestión nacional o del concepto de España- y hacia el exterior -la integración en Europa-. El incipiente edificio de la Europa política pasa por entender que la implicación de la Unión en la solución del problema del paro se ha convertido en la prueba de la legitimidad de la Unión, y eso es lo que los Gobiernos han elevado a categoría política en Luxemburgo. Todos... salvo el español.

Luxemburgo no es el fin, sino el principio, de un sensible giro progresista, en el sentido más genuino del término, a pesar de que sus insuficiencias son notorias (o preocupantes, como en la fiscalidad de la empresa), y a pesar de que aún queda mucho para que la pasión por el euro deje paso a la pasión por el empleo, como Pretende la Comisión Europea, que una vez más se queda a la izquierda del Consejo Europeo.

Ese punto de inflexión hacia la primacía de la política que representa Luxemburgo no es casual ni milagroso. Es producto de la presión sindical expresada gráficamente el mismo día de la cumbre en una multitudinaria manifestación; y es consecuencia de la orientación ideológica de la mayoría de los Gobiernos, en especial del francés. Aznar quiso impedir la plasmación de esa línea haciendo de Thatcher. Pero la historia sólo se repite en forma de comedia, y el resultado fue el abandono de Alemania -más inteligente en el cálculo de la relación de fuerzas- y una clamorosa soledad para nuestro Gobierno, que recibió así un golpe muy duro del Consejo.

La soledad no se puede mantener, y sería profundamente lesiva para la posición de España en Europa. Por eso, la izquierda -en esto sola, porque los nacionalistas ya se han apresurado a apoyar al Gobierno- tiene el deber de exigirle que acepte los compromisos de Luxemburgo y luche contra el paro, no con palabras, sino con políticas activas, que se complementen con la otra gran fuente de cohesión y empleo: la inversión en capital público, infraestructuras e investigación científica, la inversión en conocimiento, en ciencia. Para financiar la opción por el empleo es verdad que otra política fiscal es necesaria, que pasa por no hacer regalos fiscales a las rentas del capital, por acabar con tantas subvenciones fiscales y por utilizar las famosas privatizaciones para el interés de todos, no de unos cuantos.

Aparece en el horizonte una tarea de calado para la oposición progresista que cree en Europa y en su papel frente al paro. Porque el urgente objetivo de la izquierda no es otro que un gran debate nacional -a la vez ciudadano, social y parlamentario- sobre el empleo, y proyectarlo en el próximo plan plurinacional que se presentará en la cumbre de Cardiff de junio del año próximo. La capacidad de la oposición para "obligar al Gobierno a obligarse" será también una prueba de fuego para la propia izquierda.

Diego López Garrido es secretario general de Nueva Izquierda.

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