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Palabra y vértigo

El número de otoño de la revista Nickel Odeon es un volumen de trescientas páginas del tamaño de un folio dedicadas a un asunto que suena así de serio: Resurrección y cine. Salvo unas páginas centrales dedicadas a una encuesta entre 150 profesionales del arte y la cultura acerca de cuáles consideran las mejores películas de la historia, todo está allí dedicado a pro poner, desde muchos ángulos y por sensibilidades a veces di vergentes, las formas de ver dos obras que afrontan con enorme vigor y originalidad ese, ciertamente grave, asunto: el mi lagro por excelencia, la resurrección. Son estas películas La palabra, que dirigió en 1954 el danés Carl Theodor Dreyer; y Vértigo, realizada por el inglés Alfred Hitchcock en 1958. En el cómputo de preferencias de las 150 personas consultadas sobre las que consideran mejor es películas de la historia, La palabra ocupa el segundo lugar, tras Ciudadano Kane, y Vértigo el cuarto, tras Casablanca. Parece por tanto que hay al gún acuerdo en que ambas obras son puntos sin retorno en la evolución de la imaginación en este siglo. El juego de ideas sobre esas películas que ofrece este esplendoroso número de Nickel Odeón es variado y generoso: las hay de todas las calidades y para todos los gustos. Y las claves que algunos de sus colaboradores proponen en sus páginas para trazar un acceso a las interioridades de ambas cimas del cine abarcan una ancha gama de maneras de escalar sus rampas, de desentrañar las tumultuosas e incluso sublimes emociones que provocan y de fijar las formas de verlas que más y mejor abren el misterio (o el milagro) que representan ante la mirada de quienes las saben contemplar en todo su alcance. Porque no todos saben o quieren (es lo mismo) sumergirse bajo las imágenes de esos filmes en busca de sus evidencias más nobles, que son las escondidas, las que requieren el esfuerzo de construirlas desde una butaca. Hay muchos cinéfilos que se limitan a ver en Vértigo su vertiente divertida de juego de intriga policiaca; y quienes ante el vendaval de elocuencia de La palabra responden con un bostezo agnóstico ante un aburrida partida de mus entre arcángeles. Les vendría bien a unos y a otros verter dentro de sí algunas de las esquinas oscuras de esas, tan asombrosas y tan dispares, incursiones en lo que entendemos por espiritualidad, considerada en su manifestación más intensa: el milagro por excelencia de la resurrección, en el sentido metáforico que busca Vértigo o en el aliento evangélico que anima a La palabra, filme que es un milagro en sí, pues representa lo irrepresentable, pone en manos de lo verosímil lo inalcanzable.A la sombra del perfil de película que ahora caciquea con sus ceros a la derecha en los libros del consumo de cine, dedicar un esfuerzo tan concienzudo a hurgar en los entresijos de los lejanos milagros de La palabra y Vértigo es seguro que para muchos tiene pinta de un viaje a Marte para exiliarse allí. En realidad la marcianización de la verdad, la inteligencia y el buen gusto es un rasgo que define con justeza el consumo de cine actual y síntoma de ello es que entre las 50 películas elegidas por aquellos 150 conocedores del cine como mejores de la historia únicamente cuatro -El padrino, Blade Runner, Manhattan y Amarcord- son del último cuarto de siglo; y, más rotundo aún, de los 50 directores de películas que han conseguido más númeroso respaldo, sólo tres, Francis Coppola con el número 15, Woody Allen con el número 25 y Ridley Scott con el número 28, están en activo, y el primero de ellos -su trilogía El padrino ocupa el número 5 de los 50 Filmes elegidos como supremos- con su actividad maniatada por las crecientes dificultades que encuentra para financiar las películas que lleva dentro y desea hacer. De manera que el gran cine se marcianiza, mientras el que ocupa su lugar en el planeta que lo creó, entre contadas maravillas, es sepultado bajo la inanidad de la ecuación que identifica rentabilidad con vulgaridad. Y palabra y vértigo, elocuencia y exaltación, milagros del ingenio que hacen del cine un signo sin el que no se entendería el subsuelo de nuestro tiempo, dejan paso al estruendo de la mudez y a la quietud del ajetreo, signos del cine de nunca, que es el que manda ahora aquí.

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