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Malestar con la historia / 1

Pasó la transición sin que se produjera nada equivalente a la gran "querella de los historiadores" que dividió a Alemania a propósito de su pasado nazi. Empeñados en abrir un proceso constituyente, la amnistía general fue sentida por todos como requisito inexcusable para que la operación llegara a buen puerto. Amnistía no es necesariamente amnesia y en el caso español, más que olvido, lo que predominó fue la voluntad política de que un pasado de guerra civil y dictadura no interfiriera en la construcción de un futuro de democracia. Que fascistas y comunistas de los años 30 se saludaran en los 70 podía resultar algo chocante, pero expresaba bien el camino recorrido desde la guerra civil. La historia quedó como pasto de historiadores a la vez que se eludía como elemento determinante de la política.Vino luego el largo periodo de moderantismo socialdemócrata con la culminación del proceso de incorporación de España en Europa, y los historiadores, partícipes del clima político-moral de su tiempo, se emplearon en construir una visión del pasado que proporcionara cierta sensación de normalidad tras cuatro siglos dominados por la pena negra de que la nuestra había sido una historia de decadencia y agonía, historia de un no ser, de un dolor, que diría Ortega. El consenso sobre el futuro que dominó la transición a la democracia se amplió a una especie de reconciliación con el pasado. Puesto que éramos como el resto de las naciones europeas, ¿cómo se podía mantener que la nuestra fuera una historia tan catastrófica? No, no se podía. La mirada se transformó y donde nuestros maestros y nosotros mismos de jóvenes habíamos visto un fracaso, comenzamos a percibir una normalidad.

Así transitamos suavemente, sin grandes debates ni agrias polémicas, del fracaso a la normalidad como paradigma dominante de nuestra visión de la historia. ¿La anomalía española?, juegos sutiles en que se entretenían nuestros bisabuelos. ¿El problema español?, batallas desesperadas que llenaron de gloria literaria y metafísica a nuestros abuelos. ¿El fracaso de España?, complejos de culpa de nuestros padres, abrumados entre los escombros de la guerra civil. Ni anomalía, ni problema, ni fracaso: normalidad. Cada cual a cumplir con su trabajo y a demostrar que los tiempos y los caminos de la historia de España habían sido idénticos a los de esas naciones que en otro tiempo nos habían inculcado paralizantes complejos de inferioridad. Ser español dejó de ser aquella excusa de impotencia que Azaña denunció como resultado de la negra visión propalada por la gente del 98.

Y ahora, las tranquilas aguas sobre las que nos habíamos acostumbrado a mirar hacia atrás sin ira han comenzado a embravecerse. Se ha querido estirar tanto el paradigma de la normalidad que puede rasgarse por dos de sus más finas costuras. Uno de los descosidos, aparentemente limitado a historiadores pero con indudables connotaciones políticas, se debe al intento de erigir al canovismo en ejemplo de liberalismo que habría desembocado en democracia si una izquierda autoritaria y antiliberal no lo hubiera echado todo a rodar. Si el paradigma de la normalidad tuvo que ver con el consenso europeísta de los años 80, esta nueva visión de la Restauración, excluyendo de la buena historia a sus críticos, responde en la versión más extrema a la ruptura del clima de consenso en que anda empeñado el sector vociferante del Partido Popular. No tratan sólo de presentar como demoledoras de España a todas las oposiciones al sistema de la Restauración sino que pretenden expulsar de la política a cualquier oposición al gobierno del PP.

La otra costura de la túnica de la normalidad que ha estado a punto de estallar es más delicada: mientras el gobierno pretende reconstruir por decreto una mirada unitaria de la historia de España, las naciones (vasca, catalana) responden negando la existencia de la nación (española). Pero de esto será mejor platicar otro día.

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