A contracorriente
Si las virtudes son unas y los vicios sus opuestos, ¿por qué las virtudes y vicios públicos no coinciden con los privados? Simone de Beauvoir decía que, de la misma manera que dentro de un espacio euclidiano resulta imposible trazar una línea recta, en una sociedad desintegrada no hay modo de que la columna vertebral se cure de su escoliosis. O algo parecido.Hace unos meses, la editorial Fundamentos publicó una recopilación de artículos y ensayos del fallecido Jesús Ibáñez, sociólogo y uno de los pensadores más originales y lúcidos de la transición: el libro ha pasado casi desapercibido. No en vano la obra se titula A contracorriente y, como puede deducirse de la mayoría de sus páginas, el desasosiego más que la calma, la pólvora más que el alborozo, le convierten en un producto únicamente apto para quien desobedece su cotidianidad.
¿Por qué las virtudes públicas no coinciden con las privadas? ¿Por qué, si es defecto el egoísmo en las relaciones personales, se tiene por un motor del progreso? Keynes decía que acaso algún día todos seamos ricos, pero en los próximos cien años "debemos persuadirnos de que el bien es el mal y el mal el bien: pues el mal es útil y el bien no lo es". El sadismo, por ejemplo, base de la explotación de unos por los otros, es la regla que bendice el neoliberalismo actual. Pero el masoquismo, igualmente, es útil para que los oprimidos, en China, en España o en el Camerún no pasen a una revolución que detenga la gran cosecha de los vicios. Quien comete un desvarío en su alcoba crea escándalo cuando se pone a la luz. A la luz, sin embargo, el sadomasoquismo es la Ley.
En la vida privada es corrupción apropiarse indebidamente de fondos ajenos, pero la financiación de los partidos, que se tilda de corrupción, no escandaliza en verdad a nadie. ¿De qué manera se financiarían hoy los partidos si no es de esta manera? ¿La libertad? ¿La igualdad? ¿La fraternidad? En la esfera particular nos conminamos para respetar al otro, nos exhortamos para asumir las diferencias, nos requerimos para tolerar al prójimo, como ideales de convivencia, pero en la vida pública estos principios han perdido su crédito inicial. Si los Gobiernos modernos cesan de intervenir sobre los individuos, ni el sistema económico imperante hace otra cosa que aumentar las diferencias y la insolidaridad.
Lo mismo sucede en grado superlativo con la mentira. No existe partido político que no trasfigure sus promesas una vez que accede al poder, o que reciba castigo inmediato cuando engaña. Las elecciones se tienen por el mayor correctivo, pero ha de esperarse a la convocatoria y, ya en ella, el proceso de falsedades se repetirá de nuevo hasta hilvanar una cadena de infamia sin fin. A casi nadie asombra esta sucesión perversa, porque ya es más amplia la perversión que la rectitud y, en un espacio viciado -se admite- no resultará posible nunca trazar una línea recta.
¿Nunca? Siempre "a contracorriente" fue la máxima que guió la vida de Ibáñez, un sociólogo extraño, inclasificable, tan desobediente y tenaz que su memoria para la cátedra fue una crítica misma al examen, a los examinadores y a su propia memoria. De esa manera no le olvidan sus discípulos ni aquéllos que como aprendices leíamos sus obras o escuchábamos sus diatribas.
Era un subvertidor. Enseñaba que subversivo (de subvertere: darse una vuelta por debajo) es el que se da una vuelta por debajo de los fundamentos de la Ley para de ese modo poner de manifiesto para qué sirve y, sobre todo, a quién sirve la Ley. El mundo parece acabado cuando no se remueve en sus bajos fondos, y uno mismo parece bobo, impotente y ciego, cuando en lugar de sumergirse en esas luces sólo atiende al reflejo superficial.
Lo político, lo teológico, la mujer, el nacionalismo, la religión, los militares, la familia, el ocio, la traición, cualquier cosa tiene otra apariencia ante la óptica de la subversión. Una forma de mirar que ha ido perdiendo visibilidad en estos últimos años y que en la actualidad, sin la insumisión de los Jesús Ibáñez, ha ido convergiendo en la miseria del pensamiento único.
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