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Los nuevos actores mundiales

Hacer de la competencia el vector esencial de la creación de riqueza es instalar el antagonismo en el corazón mismo de la vida económica. Consciente de ese hecho, la teoría económica diserta sobre las condiciones, necesariamente iguales, que deben regir esa lucha a fin de que sea lo menos perturbadora y lo más productiva posible, y les asigna pautas y reglas -la ley antimonopolios- para su ejercicio. La economía política la enmarca en cada Estado-nación a cuyos ciudadanos y a cuya sociedad civil se destina la riqueza que esa lucha va a generar. Pero la globalización económica y tecnológica, la crisis general de lo público y la desregulación impuesta por la ideología liberal han alterado sustancialmente la situación. En las dos últimas décadas, un imparable proceso de ologopolización ha puesto en manos de unas pocas empresas el control total de los principales sectores productivos del mundo. Proceso oligopolista que en algunos casos llega al perfecto y programado monopolio. La semana pasada, todas las fuerzas políticas italianas han bendecido el nacimiento de una única plataforma digital para su país. ¿Cómo conciliar esa realidad oligo / monopolista con la sacralización actual del principio de competencia?Y lo que es aún más importante: hasta mediados de los años ochenta, ese proceso discurría por los cauces de los Estados-nación y las integraciones oligopolistas tenían lugar en el marco de las economías nacionales, a la par que las estrategias internacionales de las empresas, incluidas las multinacionales, sus enfrentamientos y alianzas se apoyaban en la fuerza política y diplomática de los Estados a que pertenecían. Pero la posición de dominación absoluta del binomio desregulación / mercado mundial y la emergencia de macroáreas regionales han transformado radicalmente las reglas del juego. Hoy, por una parte, los Estados, con la sola excepción de EE UU, Japón y tal vez los otros cinco miembros del G-7, no son interlocutores válidos del mercado mundial, y, por otra parte, el desmantelamiento promovido y dirigido por la Organización Mundial del Comercio nos ha privado de las armas que necesitan para defender sus intereses económicos nacionales. De aquí la importancia de que Europa asuma el protagonismo principal en la defensa de los intereses europeos frente a EE UU y Japón y se afirme como un conjunto unitario y coherente.

Sólo daré un ejemplo: el del espacio aéreo y la industria aeronáutica, que por su capacidad de expansión ocupan hoy una posición preeminente en el paisaje industrial del mundo y sobre cuya regulación llevan ya dos años discutiendo la UE y EE UU. El crecimiento previsto del volumen de personas y productos a transportar supondrá multiplicar por tres el tráfico en menos de veinte años, sobre todo en los mercados europeo y asiático, lo que hace que la industria aeronáutica americana, sometida a la saturación de la demanda interior y a una fuerte contracción de los gastos militares de EE UU, se concentre en ellos. En esta situación, la fusión de Boeing y McDonnell con el beneplácito de la Comisión Antitruste, crea un gigante que controla el 84% de la flota mundial y convierte a la industria norteamericana del ramo en una imparable máquina exportadora. Frente a ella, sólo el Consorcio Airbus Industria, con Dasa-DaimIer Benz por Alemania, British Aerospace por el Reino Unido, Aerospatiale por Francia y CASA por España, tiene alguna capacidad de resistencia y de autonomía. ¿Por qué, entonces, bastaron unas concesiones menores y, sobre todo, las llamadas insistentes de Clinton a algunos jefes de Estados europeos para que transigiéramos con una fusión que pone tan en peligro nuestra industria aeronáutica? La respuesta es clara: porque no existe voluntad política europea ni conciencia de que la afirmación económica es hoy indisociable de la política. O para decirlo técnicamente, que la polemología económica pasa por la cratología. Y por ello sólo el poder político de Europa puede defender los intereses económicos de los europeos, individuos y empresas.

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