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Tartufo, chafado

En el fondo basta con traer a colación alguna experiencia culinaria elemental y la inevitable cita del maestro Ortega. Empecemos por la primera. Un bizcocho mal cocinado no sólo ofrece un aspecto exterior contrahecho, sino que, cuando se le hinca el diente a la masa apelmazada, parece compuesta de engrudo y almidón. Para explicar lo del pensador liberal se necesitan algunas líneas más. En 1919 se enfrentó a un Gobierno del que era figura singular el más bárbaro de los conservadores de entonces, Cierva, quien a base de asegurar que implantaría el orden lo que hizo fue utilizar la ley para golpear en el occipucio al contrario. Ortega, que a veces acuñaba frases perfectas para referirse al esperpento nacional, definió al Gobierno como "Tartufo y compañía" y, cuando su intento de conquistarse una mayoría parlamentaria fracasó de forma ignominiosa, empleó las dos palabras que ahora le plagio. El asunto Sogecable ha resultado como el bizcocho y como el título de Ortega. Hay aspectos de él que ni me interesan ni acabo de entender. Lo fundamental, sin embargo, estuvo y está clarísimo. No se trata sólo de una agresión a empresarios. Quienes escribimos en los medios objeto de ofensiva -y quienes los leen- hemos hecho figura de lelos o de sinvergüenzas en la interpretación que del asunto ha hecho esa gran empresa de la "tartufería del derechismo antinacional y anárquico" (Ortega dixit). Pero todo se ha desinflado. Como en Alicia en el País de las Maravillas la pretensión de jugar al croquet utilizando pájaros como palos y erizos como bolas ha acabado en imposible. Resulta de una pueril ignorancia pensar a estas alturas que en España es posible practicar la barbarie para quitar de en medio a supuestos adversarios haciendo uso de la pura y simple real gana.Pero, aunque así haya sido, conviene aprovechar la ocasión para definir un perfil psicológico y extraer, de lo sucedido, algunas modestas enseñanzas. El diccionario nos advierte que el término "tartufo" equivale a "hombre hipócrita y falso" y ofrece un dicho para ilustrarlo: "Se las da de santurrón pero para mí que es un tartufo". El rasgo esencial de nuestra tartufería es, en efecto, la pretensión de dar lecciones de pureza auto atribuyéndo se una condición de ascético eremita que la propia biografía escasamente fundamenta.- Tras esa máscara lo que existe es un talante psicológico proclive al desvarío y una indigencia de fondo aterradora. Los tartufos no sólo pretenden ser profetas, sino que predican frenéticamente y por eso en rincipio asustan y dan la sensación de que hay que atenderles. Luego se descubre su complejo de inferioridad, por otro lado perfectamente justificado. Detrás de ellos -de su frenesí y de su pretensión purificadora- lo que existe es un bagaje muy carpetovetónico. Pedro Salinas escribió en abril de 1931 a Jorge Guillén una frase que bien vendría traer a colación: "Tú sabes que el español llama política a una vacación total de inteligencia -y del libre juicio combinada con una li bertad absoluta de los humores". Los humores, en espe cial los malos, he ahí la doctrina de la tartufería nacional cuyo único mérito, consiste en practicar muy bien el arte de indignarse. Una última característica, no menos ob via. El tartufo, como bien recordó Ortega, es Un héroe tragicómico. En general se trata de personajes que pro porcionan el solaz de la risa excepto cuando se te cruzan con su desmesura.

O cuando ponen en peligro cosas importantes. Llegamos aquí al terreno de las lecciones, resumibles en tan sólo tres. Hay, en primer lugar, un género de derecha española, zarrapastrosilla ella, para quien Jiménez Losantos es Aron resucitado, Campinany un gracioso, aunque un poco rústico, y Antonio Herrero un cruce entre Cronkite y Lippinann. Son los mismos que piensan que Vizcaíno es Vargas Llosa o Flaubert. Malas noticias: no sólo no es así sino que pensarlo perjudica gravemente el estado de las células grises. Más en serio, haría muy mal la oposición pensando que la forma de combatir a la tartufería nacional es respondiendo con las mismas- armas pero al contrario, es decir asumiendo la adicción a una peligrosa droga. Lo deseable es hacer lo exactamente contrarió, repudiando un estilo. Y, en fin, más importante todavía: conviene que José María Aznar se piense seriamente las cosas. Sus ministros actuales aseguraban en otro tiempo que tratarían como iguales a todos los medios de comunicación. Más valdría que lo hiciera ya en vez de nutrir sus aledaños de una corte de tartufos, alguno de los cuales le trata como un monaguillo poco diligente y no muy avispado.

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