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¿Qué Historia?

Si el proyecto de real decreto sobre los contenidos de Historia dentro del Plan de Humanidades que ha presentado la ministra Esperanza Aguirre ha levantado tanta polémica, no sólo es porque parece un regreso a los planes de estudio más tradicionales de la educación española de décadas anteriores, sino también porque presupone la existencia de una visión uniforme de la historia de España compartida por todos. Lo primero nos trae a la memoria recuerdos nefastos; lo segundo, simplemente no existe.Vuelven las listas enciclopédicas de acontecimientos y nombres, se valora otra vez "el papel relevante que desempeñaron las grandes personalidades históricas" y todo se engloba en un desarrollo lineal en torno a unos cuantos ejes que se escriben con mayúsculas y que se dan por sentados e indiscutibles. Y aquí es donde falla el invento, porque, más allá de la diversidad de escuelas y de interpretaciones, la realidad es que hoy todavía no estamos de acuerdo sobre lo que ha sido nuestra historia como país, ni en el plano académico ni en el personal. Podemos discutir sobre el pasado, polemizar sobre temas diversos -como, por ejemplo, si tiene sentido o no que a un largo periodo de este pasado que terminó con la expulsión masiva y brutal de los musulmanes y los judíos se le siga denominando "Reconquista" cuando acto seguido proclamamos nuestra condición de "eslabón entre la cristiandad, el islam y el judaísmo"-. Pero si de lo que se trata es de enseñar a los estudiantes lo que ha sido España -y, por consiguiente, lo que es-, el problema ya no es solamente académico ni se puede solventar con cuatro reglas más o menos rígidas.

Con nuestra historia pasa lo mismo que con el himno y con la bandera. Durante la guerra civil, media España luchaba contra la otra media con himnos y banderas diferentes. Los vencedores impusieron su himno y su bandera, y durante los años del franquismo éstos sonaron y se vieron como normales por una parte de la población y se escucharon y se contemplaron con odio y temor por otra parte. Con la transición el himno y la bandera del franquismo siguieron vigentes, pero a la bandera le cambiamos el escudo y al himno lo dejamos sin letra, y así sigue porque no estamos de acuerdo sobre su posible contenido. Por eso los intentos del Gobierno de regular el himno reabren tantas heridas y levantan tantas ampollas.

Lo mismo ocurre con la historia, y valga un ejemplo que puede parecer secundario pero que ilustra lo que quiero decir. En algunas zonas de España -como en Castilla y León, por ejemplo- las calles principales de muchos pueblos y ciudades se siguen llamando avenida del Generalísimo, Onésimo Redondo, General Yagüe, General Queipo de Llano, etcétera. Y cuando uno lo comenta con las gentes del lugar a casi nadie le extraña ni le escandaliza porque les tocó estar en aquel bando y no han percibido después en su propio entorno ninguna ruptura política ni cultural suficientemente fuerte como para cambiar lo que en todos estos años ha sido para ellos normal. Y puede ocurrir incluso que algún erudito local te recuerde -como a mí me han recordado- que el propio presidente del Gobierno, José María Aznar, publicó a comienzos de los años ochenta algunos artículos de encendida protesta contra los nuevos ayuntamientos democráticos que sustituían los nombres de avenida del Generalísimo por los de avenida de la Constitución.

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Pues bien, en otras zonas de España, como por ejemplo en mi tierra de Cataluña, esto es inconcebible. O sea, que en la sociedad española actual existen versiones y vivencias de nuestra historia más reciente totalmente contrapuestas. ¿Es posible una explicación unitaria de esta historia y de sus raíces profundas? ¿Cuál debe ser la línea argumental de la disciplina? ¿Que todos eran buenos y santos y todos tenían sus razones? ¿O que unos se cargaron violentamente la democracia y otros sufrieron una durísima represión por haberla defendido?

He puesto este ejemplo porque, a mi entender, muestra con crudeza el fondo del asunto. Y también porque demuestra que la querella sobre la historia no es sólo ni principalmente una querella entre el centralismo y las nacionalidades históricas, entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos, sino que se basa en muchas más líneas divisorias. Una de ellas, no precisamente secundaria, es esta divisoria entre una derecha violenta que nos ha impuesto 50 años de dictaduras en el siglo que ahora acaba, y una izquierda que hasta 1982 no consiguió gobernar el país por primera vez en toda nuestra historia. Por consiguiente, el problema no consiste sólo en denunciar una historia unilateral de España si se trata de reemplazarla por otra historia de Cataluña o de Euskadi que también puede ser unilateral. Ni tampoco en rechazar supuestos valores históricos y suplantarlos por otros igualmente supuestos, como los que ensalzaba el folleto conmemorativo de la reciente fiesta del 11 de septiembre que distribuyó la Generalitat de Cataluña.

En definitiva, se trata de saber qué ha sido de una sociedad diversa y compleja traumatizada por siglos de intolerancia, de unidad impuesta por la fuerza y de negación de los pluralismos culturales y lingüísticos, que hace muy pocos años que ha empezado a salir de la oscuridad y a caminar por nuevas sendas. Y si hay tanta desconfianza entre los profesionales de la enseñanza es porque el Gobierno que ahora intenta regular el conocimiento de la historia tiene sus raíces principales en algunos de los lados más oscuros de esta misma historia y, aunque ahora busca otras referencias, no es visto precisamente como un protagonista neutral. Por esto muchos temen que este intento de regulación sea más una operación ideológica, un intento de imponer una determinada visión de nuestra historia, que un esfuerzo serio por hacer comprender a los estudiantes la compleja realidad de este país.

Es posible que el real decreto de 1991 que regulaba esta cuestión sea demasiado genérico. Pero estos asuntos hay que tocarlos con pinzas, y cuando las cosas no están claras es mejor dejarlas abiertas que intentar cerrarlas con criterios sospechosos; es mejor la apertura y la flexibilidad que el ordeno y mando; es mejor la búsqueda de acuerdos que la imposición. En definitiva, el objetivo es construir con el diálogo una historia de España pluralista e integradora, olvidar definitivamente la España de las viejas glorias imperiales y enseñar a las nuevas generaciones a mirar hacia adelante con un espíritu. más ancho y abierto que el de las generaciones pasadas.

Jordi Solé Tura es diputado por el PSC-PSOE.

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