Periodismo y moral
El periodismo (proporcionar una información precisa y objetiva al ciudadano para que conozca cómo las fechas mudan de vestimentas, se refuerzan o pervierten en España) navega a río revuelto. Cadenas de televisión, rotativos, radios, publicaciones, Internet, los lugares donde se acude en busca de la actualidad, en la mayoría de los casos ofrecen respuestas tan distantes entre sí que, al recibirlas, el lector no sabe si este o aquel partido político, este o aquel debate, sucedió como nos cuentan. Al cotejar las informaciones de los distintos periódicos, en el teatro de la política, las cabeceras cambian de tal modo, según el criterio de la empresa, que lo leído obedece a la realidad de refilón. El punto de vista lo marca por lo general la empresa, lo guía sus relaciones con los poderes políticos y económicos, sus conflictos con el adversario mediático; y no lo que sería el honesto y hasta milagroso mundo de la comunicación, dar el hecho desnudo, sin opinión, cosa difícil porque el alma del cronista tiende a interpretar lo acaecido. Son milongas de amor y muerte, cambalaches, carruseles, dimes y diretes que fuerzan la percepción del lector y le obligan a indagar entre líneas la veracidad de lo contado. Si el fin es la opinión, se encuentra en los columnistas; si el fin es la noticia política, apenas se encuentra, o se halla retorcida y maniatada por la propia inercia de la coyuntura, la palabreja que tantos entuertos provoca y tan pocos endereza.La libertad de expresión no tiene límites, por supuesto. Ahora bien, ¿la libertad de información debe contar con una frontera moral? Desde luego, como cualquier actividad dedicada al servicio público, a mejorar la vida del otro. El paradigma de lo contrario se contempla en las revistas del corazón. Hay personajes que han hecho de sus relaciones afectivas, sus acuestes y desacuestes con los demás o las demás, una manera legítima de ganarse las alubias. Pero los hay también que ejercen profesiones públicas que defienden su intimidad del intrusismo mediático. A esta clase de personajes no se les respeta, sean príncipes o ciudadanos normales, se les persigue y machaca, colando gacetilleros y teleobjetivos en sus alcobas y centros de reunión. Es una canallada, una bajeza digna de cuatreros y no de periodistas. Existen las lindes éticas, y en los paisajes que delimitan es y está la privacidad del ser humano. En la arena de lo político hay periodistas especializados, honrados o no. Los honrados se desplazan en la noticia al hilo de su intuición, de su olfato, retratando la realidad tal y como puede ser; los no honrados trabajan con, para y por los fondos de reptiles, que existen y han existido siempre. El fondo de reptiles es: Fulanito, cierto diputado o formación política o empresario u hombre influyente y se supone con una trayectoria intachable, llama a uno de los periodistas que tiene en nómina, le dice que le interesa tumbar a un oponente o que necesita una hagiografía de su persona, caritativa, inteligente, bondadosa, magnífico candidato, etcétera. El periodista escribe la crónica y recibe bajo mano un sobre lleno de billetes, obedeciendo al buen señor que paga su alquiler y compra lo que le reste de conciencia. El periodista es entonces un mamarracho, sin patria, Dios, ley u honor. Además, el cuarto poder, los periódicos, se lo han creído en exceso, y a veces parece que son ellos y no los tres poderes del Estado quienes dirigen la nación, conforman la opinión del ciudadano. A los diputados se les vota, se les quita y se les pone; ahí se cimenta la grandeza de la democracia; a los periodistas, no. Algunos, incluido el lector que suscribe, deberían reflexionar sobre su capacidad de intervenir en la realidad, y hacerlo de acuerdo a un código deontológico que no suele practicarse por las dos razones citadas: los fondos de reptiles y las guerras y trincheras entre medios diferentes. La tercera: la opción política defendida por el medio en cuestión.
Hay foros y congresos de políticos, médicos, artistas, incluso de domadores de pulgas. Sería, más que conveniente, urgente, enterrar las hachas de guerra abiertas, sangrantes, excesivas, entre los profesionales del periodismo, durante unos días, y reunirse en un congreso de periodistas para marcar, con la intención, de respetarlo, un código deontológico.
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