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Tribuna
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Aprobado general para la promoción del 99

Parece un hecho que el número de países que pasarán el examen del euro y formarán la promoción del 99 será muy amplio. Los candidatos se han dedicado con fruición a preparar el examen pertrechados con todo tipo de argucias de mal estudiante, sobre todo respecto de las finanzas públicas. Unos con los recursos de las privatizaciones, otros con la anticipación de ingresos o la extrapresupuestación de gastos, algunos desplazando compromisos de gasto hacia el futuro, o incluso hacia el pasado.El examinador, la Comisión de la UE, principal impulsor de la nueva titulación, interesada en que la primera promoción sea numerosa, no ha dudado en cerrar los ojos y conceder un aprobado general. Al fin y al cabo, el inicio de una fase expansiva del ciclo económico, con precios y tipos de interés muy moderados en todos los países, invita al optimismo.

Sólo parecen excluidos quienes, como el Reino Unido, renuncian por ahora al examen porque temen que las normas de la colegiación obligatoria reduzcan su margen de maniobra para el futuro; o quienes, como Grecia, quedaron hace tiempo descolgados de la promoción del 99.

No me cabe duda de que la participación en la primera promoción del euro es la mejor opción para una economía periférica como la española y, por tanto, constituye una excelente noticia. Para ser sinceros, ni siquiera me preocupa que aprobemos con trucos, por otro lado, como la mayoría. Lo inquietante es que lleguemos a creernos nuestras propias trampas y nos convenzamos de que hemos hecho los deberes y estamos preparados para, con el título en el bolsillo, afrontar los nuevos retos en un entorno ferozmente competitivo.

La favorable coyuntura, el euro-optimismo, y las buenas cosechas por el fin de la sequía están provocando un auténtico empacho de calificativos de "histórico" para cualquier dato favorable o cualquier medida de política económica, muchas veces un simple placebo o incluso un tratamiento contraindicado. El calificativo "histórico" no es del todo inapropiado. Al fin y al cabo, no hay nada tan recurrente en nuestra historia como el esfuerzo de los Gobiernos en atribuirse las fases expansivas del ciclo como méritos propios y diluir la responsabilidad o adjudicársela a la coyuntura internacional en las fases de recesión. Nada nuevo bajo el sol. El problema es que detrás de esos buenos da tos hay unas decisiones de política económica, o una ausencia de éstas, cuya idoneidad y sostenibilidad para afrontar los retos de la Unión Monetaria son muy discutibles.

La reducción del déficit hasta la fecha es el resultado de cuatro factores, ninguno de los cuales ataca el déficit estructural de nuestras finanzas públicas:

- Una coyuntura económica favorable que incrementa los ingresos y reduce los gastos, sobre todo en intereses de la deuda pública y en desempleo.

- Una anticipación de ingresos por el incremento de pagos y retenciones a cuenta, el peaje por regularización de balances, y el impuesto de sociedades por las plusvalías de las privatizaciones.

- Una centrifugación de gastos hacia el futuro (pago aplazado de infraestructuras enmascarado en el virtuoso calificativo de modelo alemán, o acumulación de deuda en el sector público empresarial), hacia el pasado (engorde del déficit de 1995) o hacia el limbo extrapresupuestario para su financiación con privatizaciones.

- Una reducción de las inversiones, más acusada aún en la ejecución presupuestaria que en las dotaciones previstas. Al fin y al cabo, pasará un tiempo, que probablemente supera el ciclo político con el que trabaja el Gobierno, antes de que pasen factura como cuello de botella que estrangule nuestro crecimiento. Las frecuentes declaraciones grandilocuentes apenas ocultan una sorprendente incapacidad para afrontar cualquier decisión en el ámbito económico que tenga coste político, unida al parcheo fiscal que genera un debilitamiento de la capacidad recaudatoria del IRPF, desequilibrios en el tratamiento de los tipos de ahorro y pérdida de equidad fiscal, con el agravante de que la capacidad normativa atribuida a las comunidades autónomas parece conducir a un deslizamiento por la desfiscalización competitiva.

Podríamos citar múltiples ejemplos de problemas estructurales de gasto aplazados. En la minería del carbón pasamos hace unos meses, en apenas 15 días, de un enfoque radical y simplista a la claudicación total. En RTVE se ha optado por aparcar los planes de futuro, reducir la aportación presupuestaria y aumentar su deuda. En las empresas públicas en pérdidas han decidido concederse dos años de respiro antes de tomar decisiones. Otras reformas han brillado por su ausencia o son muy limitadas por las presiones de los sectores afectados.

Por otro lado, el agotamiento del efecto antiinflacionista de los precios alimenticios por las buenas cosechas, el incremento de la inflación importada y, sobre todo, la fuerte recuperación de la demanda interna van a poner a prueba, en ausencia de medidas estructurales de flexibilización de nuestra economía y con un presupuesto muy poco riguroso, la sostenibilidad de nuestros excelentes datos de inflación.

Estamos asistiendo a una política económica a fecha fija, obsesionada por un ciclo que el Gobierno parece querer acortar, que huye como gato escaldado de toda decisión que tenga un coste político, para ganar tiempo, o, mejor dicho, perderlo, hasta las próximas elecciones. Pasará algún tiempo para damos cuenta de que lo que hoy parece una línea de continuidad constituye en realidad una ruptura con el rigor y la disciplina de la etapa de Pedro Solbes, y su coste en términos de competitividad puede llegar a ser elevado.

Luis Atienza Serna es economista.

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