Adiós
Parece que el tiempo de la escritura pasa todavía más rápido que el de la vida exterior. Lo recién escrito se aleja en dirección al pasado más velozmente aún que lo recién sucedido. Eso deja la sensación, al menos me la deja a mí, de una precariedad o provisionalidad muy grande en cualquier tentativa o apariencia de logro en este oficio al que le vengo dedicando mi vida, como una falta de solidez que, por otro lado, no me disgusta. Lo ya escrito se le pierde a uno, no le sirve de justificación ni de crédito ante sí mismo. Desapegado enseguida de lo que he hecho, me gusta más pensar en lo que voy a hacer, como el Johnny Carter de Julio Cortázar cuando decía: "Esta música la estoy tocando mañana".Lo peor de todo sería pensar, saber en secreto, con algo de vergüenza: "Estas palabras las estoy escribiendo ayer". Yo tengo la sensación de que el tiempo de mi vida y con él mi trabajo se van perdiendo a cada instante hacia atrás como los paisajes en el espejo retrovisor de un coche. Todo va tan rápido que no acabo de creerme que han pasado cuatro años desde que publiqué la primera de estas crónicas o divagaciones semanales, y que a lo largo de ese tiempo casi nunca he faltado a mi compromiso de cada miércoles. Parece que fue ayer. Empecé escribiendo sobre un concierto sinfónico celebrado entre las ruinas de la gran Biblioteca de Sarajevo, y en estos cuatro años tan largos y fugaces creo recordar que he escrito sobre todas las cosas que más me gustan y sobre algunas de las que no me gustan nada, sobre libros, cuadros, películas, ciudades, viajes, discos, fotografías, edificios, funciones teatrales, manuscritos, reliquias, aniversarios, conciertos, ciudades, sobre lo que me ha conmovido y lo que me ha indignado, sobre el escándalo del crimen y sobre el asalto a la razón, sobre la tontería y la belleza, sobre la vida diaria en la que todas las cosas suceden y la mirada y el ánimo de quien las percibe, yo mismo, sin trampa ni cartón, sin más legitimidad que la de mi gusto personal, mis convicciones y mis incertidumbres.
He procurado mirar sólo con mis ojos, y no con las gafas prestadas por esa difusa autoridad que legisla inapelablemente en cada uno de los reinos de lo que viene a llamarse la cultura, o la actualidad cultural, por más señas.Sin duda me he equivocado muchas veces: en cualquier caso , mis errores son míos, lo cual no les da ningún valor, pero me permite la tranquilidad de espíritu de no haberme ocultado en el espacio seguro de la conveniencia. A lo largo de este tiempo he recibido muchas sorpresas, y, sin darme cuenta, alguna de estas travesías me ha llevado a pisar campos minados, He observado que la ficción de tolerancia universal que parece circular por todas partes se interrumpe cuando alguien disiente de alguno de los mandamientos instantáneos de la moda. A mí, como a Pedro Salinas, lo que más me gusta es que me gusten He recibido las cosas, pero durante un tiempo me vi convertido en el tipo a quien no le gustaba Joseph Beuys, lo cual fue casi menos grave que el hecho de que tampoco me gustara Quentin Tarantino. Creo que algunas personas tienen que agradecerme lo modernas que se han sentido al compararse conmigo, lo extremadamente de izquierdas que les ha permitido ser mi desapego hacia algunos dogmas políticos y culturales que yo mismo compartí en otro tiempo, lo cosmopolitas que han sido por comparación con mi palurdismo. El director de cine Pedro Almodóvar, sobre quien yo había escrito más de un artículo lleno de elogios, decidió que yo era un reaccionario peligroso y en alguna entrevista tuvo a bien ponerme como muestra de la ola de conservadurismo que se avecinaba: el motivo era un párrafo de una de estas crónicas en el que yo mostraba, al parecer imperdonablemente, mi desagrado hacia una escena de una de sus películas. Gracias a ese artículo yo pude aprender algo sobre la naturaleza humana y sobre los efectos desiguales de la objeción y el elogio.Nunca pensé que el acto de mostrar con claridad las sensaciones o las reflexiones que despiertan las cosas en alguien muy aficionado a mirar y a admirar tuviera a veces consecuencias tan extremas, a favor o en contra, da igual. Durante una temporada los amigos y allegados del Premio Nobel de Literatura se dedicaron a practicar el tiro al blanco sobre mi persona atribuyéndome incluso apodos bastante graciosos, dignos del tradicional ingenio español. En esto de los apodos también es bastante gracioso un crítico literario del admirable suplemento Babelia, que al referirse a mí siempre me llama, campechanamente, "Muñoz", sin duda para subrayar, con su conocida sutileza, que la vulgaridad de mi literatura se corresponde con la de mis apellidos.De vez en cuando he notado que en los partidarios o en los adversarios de lo que yo había escrito había un grado de convicción y de seguridad mucho más fuerte que en mí mismo. No estoy tan seguro de nada como para descalificar a nadie porque no piense lo mismo que yo. Todo está lleno de especialistas, de expertos, de guardianes celosos de un minifundismo intelectual cada vez más irrespirable. Yo he querido practicar en el periódico lo mismo que me gusta en la vida, la atención del aficionado que procura cultivarse y disfrutar de las cosas sin ser experto en ellas, nadando entre las dos aguas igualmente in hóspitas del fanatismo o el papanatismo incondicional de la cultura y la seducción de la ignorancia. Creo que una de las tareas éticas y estéticas más urgentes es el restablecimiento de la soberanía personal del es pectador y el lector, que es, en el fondo, la soberanía del ciudadano, no sometido ni a las lealtades de la tribu ni a las coacciones de una opinión dominante, administrada por un misterioso sanedrín de expertos tan inaccesibles como indiscutibles. Pero todo ha pasado, es pasado, el pasado lejano de lo que ya ha sido escrito. En este tiempo no me han faltado sobresaltos, pero tampoco he dejado de sentir la compañía cálida y asidua de algunos lectores. Saber que alguien ha agregado al catálogo de sus costumbres la de buscar cada miércoles esta esquina del pe riódico es un halago íntimo que siempre despierta gratitud. Pero está bien irse de los sitios, igual que estuvo bien llegar a ellos, irse en busca dé otras cosas que escribir y contar. Lo peor de los adioses es que sean demasiado largos, según puede comprobarse leyendo El largo adiós.He recibido muchas sorpresas, y, sin darme cuenta, alguna de estas travesías me ha llevado a pisar campos minados
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.