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Clanes, mafias, red

La corrupción va siendo, en el presente, la máxima energía del progreso. Porque, tal como van las cosas, el progreso será en el futuro inmediato la máxima representación del mal. Los escándalos de los últimos gobiernos occidentales, de izquierdas o de derechas, son apenas salpicaduras del colosal charco mundial donde echa sus cimientos el nuevo modelo de poder. Hasta los años setenta existían dos clases de corrupción visibles y desiguales, según se registraran en los países autoritarios o democráticos, en los entresijos de un Estado de derecho o en los imperios del dictador. En esa escena, las corrupciones de ritmo discontinuo coincidían con los países desarrollados, mientras las más afianzadas y permanentes se encontraban en las naciones postradas. Una doctrina del Fondo Monetario Internacional asegura que así como la barrera de los 4.000 dólares de renta per capita abre las puertas a la sociedad de consumo, esa suma funde también las cancelas que coartan la libertad. En tiempos de Franco tal cifra salvífica estaba en los 1.000 dólares y, ya entonces, considerar a un país maduro para la democracia pasaba por sopesarlo como un melón donde se hacía sonar su caudal.Pese a todo, los países confiaban en estar desarrollándose hacia toda clase de bien. Es decir, mientras el crecimiento económico cundía se daba por supuesto que se irían cosechando también otros provechos en grados de libertad, respeto de los derechos humanos, mejora de la justicia, la igualdad, la solidaridad, la salud, la cultura o la ociosidad. Nada, sin embargo, de todo eso se espera hoy del modelo de progreso y menos en aquéllas zonas hoy "ejemplares" dónde el salto económico se compara a la fuerza del dragón ("los dragones asiáticos") y su configuración se califica como decisiva en la determinación de la cantidad y la calidad de lo económico, lo político y lo cultural del siglo XXI.

¿Qué progreso, sin embargo, es ese que anuncia una nueva era planetaria? En Corea del Sur, en Taiwan, en Singapur, en Malasia, en Tailandia, en Indonesia, en China, ni la lavadora, ni el refrigerador vienen acompañados de un cupón para obtener la libertad. Puede que en un momento de la promoción se celebre algún simulacro o pequeño obsequio pero no pasa de ahí. En primer lugar el modelo de crecimiento global, en el Este o en el Oeste, ha dejado de plantearse un proyecto comunitario. Más que contemplar seres humanos en su convivencia, lo relevante es su potencial condición de productores o compradores. No hay, en la finalidad, comunidades mejorables sino mercados emergentes. En China, en Indonesia, en Estados Unidos, pueden seguir multiplicándose los pobres y los marginados, la desnutrición y la miseria porque lo decisivo no es un desarrollo integral, sino la captura de aquella porción capaz de favorecer los negocios. O bien: ya no se plantea acabar con el subdesarrollo en cuanto injusto sino en cuanto improductivo.

Las desigualdades sociales o regionales que se generan cada vez con mayor intensidad, la destrucción del medio ambiente, el envilecimiento de las ciudades, la devastación cultural importan poco. El progreso ha adquirido una deriva perversa la energía del mal circula a través de redes internacionales con las características de la mafia o el clan. Hay unos 6.000 clanes censados en el sureste asiático capaces de prestarse informaciones privilegiadas, opciones exclusivas, soportes internos. Ese modelo que se. extiende también en occidente con las conexiones entre personas claves y grandes compañías, cooperaciones, asociaciones o carteles va trazando una malla de intereses que trasciende el, inocente dibujo del mapa. Igual que en la ya exahustiva trama de las drogas -uniendo militares, guerrillas, gansters, financieros- el poder ha abandono la estrategia de los grandes bloques. La época de los grandes cuerpos visibles desaparece y lo decisivo es la secreción de fluidos que se alían en la nueva era general de la corrupción.

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