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Tribuna
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Desolados

Que desolación exprese uno de los peores estados de ánimo acorta el camino para comprender lo que supone la desertificación. Quedarse sin suelo nos evoca lo peor, la doble catástrofe de lo yermo: incapaz de albergar y de retener vida. Porque si bien ahora mismo nuestros desiertos, los de Almería y Murcia, son lagos, la transitoria humedad no puede equivocamos. Allí está instalada la desolación. Por defecto o por exceso de agua, los suelos escapan hacia el mar dejan do desnuda la tierra y la mirada. Y cuando no hay verdes en el horizonte, ni bajo las pisadas, es que hemos sumido al mundo en el sumidero..Las cifras de la desolación que nos proporciona la ONU son tan serias como estremecedoras. Estima el organismo mundial que anualmente unos seis millones de hectáreas se erializan. Esto supone una superficie que, para entendernos, supera a la de las tres mayores provincias españolas juntas: Badajoz, Cáceres y Ciudad Real. Aterra -es decir, nos deja sin tierra- la evidencia de que se trata de procesos difíciles de invertir. No menos el hecho de que deben ser considerados como el mayor imperialismo de la historia. Porque el desierto ha conquistado más territorios ajenos que ninguna otra fuerza humana o espontánea. Recordemos, en efecto, que las zonas áridas son ahora un 20% más grandes que hace 50 años. Ya se extienden sobre más del 30% de la fracción terrestre del planeta y además amenazan a otro, tanto. Sólo en las orillas del Sáhara el desierto crece a un ritmo superior al millón y medio de hectáreas anuales. Hay ecólogos que incluso consideran al sudeste español como parte del sistema sahariano. Recordemos que la desertificación además se acelera por el cambio climático y nuestros extraviados modelos agrarios.

Desde luego, cuesta creer en semejantes magnitudes por que estamos describiendo un panorama inquietante, ya que acabaría afectando a más de la mitad de nuestro mundo. La ONU estima que más de mil millones de humanos están, ya directamente afectados por el avance de los desiertos.

Todo esto viene a cuento de que ahora mismo se celebra en Roma la reunión de las partes para el convenio mundial de lucha contra la desertificación. Las Naciones Unidas vienen planteando muy seriamente la lucha contra el vacío en los ambientes. Se debate incluso la posible ubicación en España, y concretamente en Murcia, de la sede mundial de este convenio. Sede que nos merecemos tanto como poco se ha hecho para asegurarla. Como pendientes siguen los planes concretos del departamento de la señora Tocino para frenar al desierto interior. Que no sólo- es el que galopa por los medios de comunicación estatales sino sobre más de 11 millones de hectáreas de este país. ¡Una quinta parte de España tiene las puertas abiertas al desierto! Aquí seguimos esperando un plan de revegetación, tan anunciado como pospuesto. No menos una política hidráulica también destinada a la conservación de los paisajes. Todavía más importante seria una generalización de los cultivos ecológicos que es la mejor y más rentable forma de frenar la destrucción de los suelos.

Porque el desierto, y especialmente el nuestro, es la secuela de un monocultivo. Lo más universalmente sembrado son las sustancias químicas, en su mayor parte ajenas a los procesos naturales. Si el cimiento de la vida es tratado como un soporte inerte de rápidas reacciones sintéticas y no como lo que es -un organismo-, en nada nos puede extrañar esa suprema protesta de los suelos que supone, abandonándose, abandonarnos. Queda mucho para que comprendamos que somos del suelo. Del humus al humano hay tan poco como exhiben ambas palabras. Sin suelo quedamos obviamente desolados, atormentados por el vacío. Y los vivos, nosotros más que nadie, nos queremos llenos. Desterrando esta verdad nos desertificamos también el alma y en consecuencia nos extraviamos en el gran espejismo de que los suelos no necesitan el riego del aprecio. El desierto no es más que la lógica consecuencia de nuestra deserción.

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