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El cine pobre

Hace tres décadas, un aficionado a profeta, el algo enloquecido hombre de teatro polaco Jerzy Grotowski, respondió con una idea rectilínea, sencilla y llena de cordura a la violenta curva de caída que la audiencia de espectáculos teatrales comenzó a sufrir por entonces. Pulverizó la consigna de los negociantes y los burócratas de que el teatro sólo podía rescatar la masa de espectadores que le estaba robando inexorablemente, el cine ofreciendo espectáculos vistosos y caros, protagonizados por sofisticados aparatos escenográficos y por alardes retóricos de luces y sonidos, con una llamada a hacer exactamente lo contrario: teatro pobre, despoja do y reducido a su secular esencia. La llama da cundió y ayudó mucho a desencadenar el fértil movimiento de los teatros independientes, a caballo entre los años sesenta y setenta, que revitalizó la afluencia a los patios de butacas y marcó de forma irreversible la evolución del teatro posterior con el vaciamiento de los escenarios de reclamos de espectacularidad, devolviéndoles a su simplicidad primordial, que nadie describió mejor que Lope de Vega cuando, a su manera, dijo que un rito teatral no requiere para cumplir su destino más que dos actores encaramados en una tarima y atrapados por una misma pasión. Hoy comienza a hacerse razonable trasladar literalmente aquella idea a lo que está ocurriendo en el cine. Hace unas horas aca-bó en San Sebastián la tacada anual de los festivales de otoño y lo que ha ocurrido en ella suena como sonó aquella música de Lope de Vega traída al lenguaje de este tiempo por Jerzy Grotowski: es el cine pobre el que está llenando de riqueza, material y artística, las pantallas. En San Sebastián se proyectó fuera de concurso una peliculita británica rodada en las calles de Sheffield por un grupo de cineastas con unos duros en los bolsillos, pero secuestrados por la pasión de galvanizar con descargas, de ingenio su escasez, su pobreza. El filme se titula Thefill monty y ha trastornado todos los cálculos y presunciones de los laboratorios de marketing de Hollywood, pues hora y media de celuloide de acera, pagado con cifras de la cesta de la compra de unos cuantos artistas de pura raza, está forrando de color verde dólar los libros de cuentas de los perplejos exhibidores norteamericanos, que deben ser gente algo obtusa, pues no se explican por qué las astronómicas millonadas que hay detrás de los electroencefalogramas planos de El quinto elemento, Air Force One, El hundimiento del Titanic y sus secuelas en todo el mundo, se las ven y se las desean para cubrir sus enormes gastos, mientras asisten a la repetición del milagro del pan y de los peces, desencadenado por un trabajo cinematográfico financiado con lo que cuesta medio mínuto de sofisticación tecnológica hueca y antediluvíana de Steven Spielberg. Y es que la única sustancia verdaderamente rentable de cuantas se manejan en este territorio de la

imaginación sigue siendo la misma de siempre: la gracia, esa irresistible capacidad de captura a flor de piel que no necesita para existir más Wall Street que el convocado por el ingenio en estado puro, desmaquillado de tecnologías, capturado con la cara lavada y en disposición de hacernos jugar al juego, tan antiguo como consolador, de contemplar fuera de nosotros lo que nos ocurre por dentro, argucia que conduce a la paradoja de la conversión de la mirada de cada espectador de cine en un foco de luz que traslada la película desde sus ojos a la pantalla, y no al revés, misterio que ha sido, es y seguirá siendo el signo identificador del cine considerado como arte y no como artilugio.

Y si barremos hacia dentro, el fondo del asunto sigue siendo idéntico. Este año que comienza a declinar es bueno para el cine español porque media docena de películas de la misma estirpe de esa británica que está moviendo multitudes en el mercado estadounidense, han puesto las cifras de nuestro pequeno cine en una inesperada dinámica de crecimiento. Recordemos La buena estrella, Tesis, Secretos del corazón, El amor perjudica seriamente la salud, a las que se añaden ahora Martín (Hache) y El color de las nubes y se añadirán pronto Carne trémula y otros ejercicios de modestia como los que hicieron decir hace poco a Sidney Pollack que un movimiento del bigote de Chaplin y un gesto de estupor de Cary Grant siguen y seguírán siendo los efectos especiales más productivos que ha inventado el cine.

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