Corrupción ideológica y corrupcion patrimonial
JOSEP RAMONEDA
El principal reproche que se puede hacer a los años de Gobierno socialista es no haber contribuido a crear una cultura democrática en un país que no la tenía y, en buena medida, sigue sin tenerla. Los socialistas llegaron cargados de legitimidad. Por fin este país rompía el ciclo fatídico: la izquierda podía gobernar sin que empezara inmediatamente el ruido de sables. Llegaban para cultivar el aprendizaje de la libertad y, sin embargo, hicieron el rápido aprendizaje de la razón de Estado y olvidaron que la democracia es algo más que conseguir que por fin manden los buenos. Todo lo demás -el GAL, la corrupción, el secretismo y la arrogancia- se dieron por añadidura. Las sucesivas elecciones les fueron favorables, con lo cual se afirmaron en la idea de que lo que hacían estaba bien. Un poco al modo del personaje del epigrama de Marcial: "Que los dioses no existen, que el cielo está vacío, dice Sergio. Y lo prueba porque mientras lo proclama ve que se hace rico".Se dice que corrupción la ha habido siempre y la hay en todos los ámbitos de la sociedad. Y que la clase política no es sino un reflejo de los modos y conductas de la ciudadanía. Se dice y es verdad. Pero es una verdad de escasa utilidad para entender el porqué y el cómo de lo ocurrido. En esta verdad se escudaron los responsables socialistas, como se escudan todos los responsables políticos cuando se les ruboriza con la corrupción: su responsabilidad se reduciría a no haber dispuesto los controles necesarios para evitar que se colaran los indeseables. Y, sin embargo, la corrupción socialista tuvo mucho de corrupción ideológica. Una corrupción a conciencia, es decir con coartada. Una coartada que podría enunciarse así: nosotros, los socialistas, somos los buenos, los portadores de los valores y la representación de las clases explotadas; en tanto que buenos, entre nosotros el mal es imposible. Es el discurso que podríamos llamar de la inocencia culpable, que explica tanto la relajación de la vigilancia como la impunidad en la acción. Esta conciencia de impunidad dio pie a la doctrina de los descamisados que el guerrismo difundió cuando el caso Juan Guerra abrió la olla de los escándalos. Externalidad del resentimiento: la burguesía ha robado toda la vida, ¿qué se nos puede reprochar a nosotros?
La derecha española estaba acomplejada por el discurso de la superioridad moral de la izquierda. Fue tal la satisfacción cuando vieron que los socialistas también quedaban atrapados en la telaraña de la corrupción que no supieron detectar y explotar el carácter ideológico de esta corrupción. Porque la corrupción de la derecha es de otro tipo: es una corrupción patrimonial. Si a lo largo de la historia la izquierda fue acumulando esta peligrosa conciencia de superioridad moral (Dios me libre de las buenas personas, que de las malas ya me libro yo), la derecha ha mantenido siempre una conciencia de propiedad sobre la sociedad. La sociedad es suya y el desafío de las izquierdas es antinatural y forzosamente provisional. (El fin de la historia, mito de la derecha, es el lugar en que este desafío desaparece para siempre). Cuando la derecha regresa al poder lo hace con sensacion de que vuelve la normalidad. Y reclama lo que el padre a los hijos: cariño por parte de la ciudadanía (el entorno de Aznar ha hecho notar a algún director de periódico el escaso cariño con que se trata al presidente) y sumisión al mensaje de la autoridad (por eso Aznar dice que algunos deben acostumbrarse a que no siempre se puede estar criticando al Gobierno). Casos como el de Hormaechea o el de Cañellas responden perfectamente a esta concepción caciquil del poder. Como explicaba La Boétie, la servidumbre voluntaria se asegura con una bien trabada pirámide de intereses.
El problema para unos y otros es que las coartadas ideológicas se fueron con el muro de Berlín. Y que la democracia ha evolúcionado hacia unos parámetros en que cada vez son más amplias las zonas que quedan bajo la atención de los focos. Aunque sea una atención pasajera en un mundo en que un escándalo tapa otro escándalo. La vida política se desplaza a veces del Parlamento a los juzgados porque los procedimientos penales dan acogida a la disección de las sospechas y a la emergencia de los conflictos.
Como han explicado Laurence Engel y Antoine Garapon, vivimos en unos régimenes en que la indignación es el resorte de la acción ciudadana (las grandes movilizaciones de masas), la delación se convierte en mecanismo de control (apoteosis de los arrepentidos) y la represión aparece como solución (triunfo de los justicieros). Una democracia en precario porque los sentimientos políticos convocan siempre a los demagogos, porque la delación es una de las fórmas más miserables de la conducta humana, que convierte a cada uno de nosotros en ojo potencial del Leviatán, y porque los justicieros están contraindicados para la administración de justicia.
A que las cosas estén en este punto han contribuido poderosamente los propios políticos. Cuando oigo a Felipe González y Alfonso Guerra rehuir, una vez más, toda responsabilidad política (la penal probablemente no la tengan) ahora en Filesa, como antes en el GAL o en otros casos de corrupción, dejando a sus compañeros empleados a su suerte, no puedo menos que acordarme de lo que dije al principio: no haber desarrollado una cultura democrática es el gran debe del socialismo español. Sólo cuando lo asuman podrán volver a empezar. Días atrás conocí a un dirigente socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, que me pareció tenerlo claro. Espero que no sea el único.
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