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Ciudadanos como protagonistas

Adela Cortina

De aquel Cantar del Mío Cid, del que todos los sabios se hacen lenguas, ha pasado a la memoria popular poco más que aquella célebre frase, referida a Rodrigo Díaz de Vivar -el Cid Campeador- y a su señor, el rey Sancho: "¡Dios, qué buen vasallo, si hubiera buen señor!".Siglos han pasado desde entonces y la Modernidad no s trajo, entre otras cosas, el carnet de ciudadanos, por el que con orgullo decimos sabernos ya no vasallos, ya no súbditos, sino señores: cada uno de sí mismo y, juntos, de la vida pública. Deberíamos ser en ella, en realidad, los protagonistas.

De ese señorío, de ese protagonismo, dieron muestra fehaciente a mediados del mes de julio los ciudadanos de nuestro pueblo, que salieron a la calle llevados por el más humano de los sentimientos: la compasión con Miguel Ángel, secuestrado y amenazado de muerte, tras el eterno secuestro de Ortega Lara, la compasión con esa familia, que jamás será ya igual, y la exigencia innegociable de que no haya más secuestros, más muertes, más torturas. Detrás de todas las pancartas, en las palmas de las manos y en los rostros latía el mismo grito de todos los oprimidos: "¡Cese la represión!". Porque reprime a los seres humanos el que los atenaza con el miedo, la amenaza constante, la muerte.

Escuchar y ver a la gente de la calle, a los ciudadanos corrientes y molientes, fue recuperar el hálito limpio y fresco de lo que llaman los expertos "el mundo de la vida", la expresión directa de la verdad desnuda.

Los políticos, por contra, quedaron desbordados. Porque desde hace tiempo forman una casta especial, una "clase política", y se dedican "a lo suyo": a preparar sus Congresos, en los que unos suben y otros bajan, a tacharse de continuistas o alardear de renovadores, cuando son los mismos perros con los mismos collares, a pactar, a repartirse prebendas, a intrigar, a dar golpes bajos. Y como los medios de comunicación les tienen siempre en el altar de la pantalla, están convencidos de que gracias a ellos la masa tiene ideas, proyectos, orientación, porque, si no, andaría perdida, sin norte.

El protagonismo de la ciudadanía les cogió por sorpresa. Estaban "en lo suyo" (en su cálculo de votos y sectores emergentes) y resultó ser que el pueblo está en otra cosa. Que no le importan ni sus manejos ni sus personas, sino que cesen las muertes y los secuestros y, aunque no en esta ocasión, que tengan empleo los jóvenes que no pueden proyectar su vida, que tengan empleo los mayores de 45 años, a los que ya nadie quiere contratar.

Pero los políticos están en otra cosa y se asombran de que el pueblo salga a la calle sin que ellos le convoquen ni le reclamen, y dicen estar "satisfechos y orgullosos" de los ciudadanos y de su comportamiento, como si no fuera el pueblo el que tuviera que estar o no satisfecho con sus políticos, porque él es el protagonista, y ellos, los actores secundarios, los camareros que sirven las mesas para que la gente pueda comer sin sobresaltos.

Cogidos por sorpresa, trataron los políticos de arrimar la energía popular a su sardina, y acusaron a los terroristas de atacar a la democracia, vocablo que les suena por ser de la jerga política. Y los más se alargaron en aguadas consideraciones, que demasiado olían a captación de votos. Pero los terroristas y Herri Batasuna no atacaron a la democracia ni al Estado de derecho, ni a nada parecido. Atacaron a la vida de una persona, que es un indiscutible crimen de lesa humanidad, y eso la gente de la calle lo entiende muy bien, porque no tiene votos que captar y sí mucho que compadecer. Por eso sigue siendo un imperativo moral ineludible el mandato "¡No politizarás!", no convertirás en marketing electoral el sufrimiento, en este caso el asesinato terrorista, porque dice la ley suprema de la ética moderna: "¡No instrumentalizarás a tus semejantes!". Ni todavía menos convertirás en instrumento su dolor.

Eso mismo quisieron decir los millones de ciudadanos que salieron a la calle, a "su" calle, pidiendo, no venganza, sino que cese la represión, con esa sencilla lucidez del que sabe discernir ("¡Vascos, sí; ETA, no! "), con la sabiduría del que hace años que entiende ("ETA y HB la misma cosa es"), con el rotundo "¡Basta ya!", que no admite componendas, excusas ni coartadas.

Eso mismo se han visto obligados a gritar de nuevo en este mes de septiembre ante el atroz asesinato de Daniel Villar por una bomba lapa, un asesinato tan doloroso, tan sin sentido, sin causa y sin corazón como el de Miguel Ángel Blanco. Eso mismo han tenido que repetir ante los fallidos atentados en un pueblecito de Málaga, que perpetúan esa continua, latente amenaza del terror dirigido contra cualquiera por ninguna razón. Los ciudadanos salen de nuevo a la calle, pero ya va siendo hora de que los políticos estén a su altura.

"¡Dios, qué buenos ciudadanos -habríamos de traducir la expresión del Mío Cid- si hubieran buenos gobernantes!". Ojalá no se repita después de esto otro de los episodios célebres en la historia del Cid Campeador: la jura de Santa Gadea, en la que el rey cometió perjurio.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia.

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