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Malos tiempos para la lírica

La guerra mediática iniciada y mantenida por el PP bajo el patrocinio intelectual de Pedro José Ramírez ha ido más allá, habremos de reconocerlo, de las previsiones más pesimistas. En verdad, era difícil imaginar que se atrevieran a utilizar una empresa recién privatizada como es Telefónica (dos billones de ventas al año) para entrar a saco en el sector audiovisual (500.000 millones de ventas) y provocar en él un auténtico cataclismo que llevará, si no se detiene, a un mapa mediático español completamente nuevo. El statu quo ya está roto y se pretende alcanzar otro punto de equilibrio, a sangre y fuego, que no se parezca en nada al actual.Empero, no es esto lo más relevante, tampoco que los otrora adoradores del mercado como regulador imparcial de la vida social hayan hecho mangas y capirotes de sus tan proclamadas ideas neoliberales, interviniendo pro domo sua -a través de una empresa que tiene su negocio principal en otro sector y en régimen de monopolio- hasta hacer tramposamente "saltar la banca" del casino mediático. Han roto las reglas del mercado, pero han quebrado otras más importantes. Han atacado un principio democrático básico que, si no está escrito en las leyes, sí lo está en los tratados y en la historia; a saber, que los intereses políticos y económicos de una parte de la sociedad no pueden, a través del derecho de propiedad, arrasar el pluralismo de los medios de información. Por eso, y para impedirlo, la democracia moderna ha recurrido a dos fórmulas sucesivas: a) la existencia de medios adscritos a priori a uno y otro lado del espectro político (politización de cada periódico y pluralismo de la prensa en su conjunto), y b) apuesta por la profesionalidad de los periodistas, es decir, alcanzar un alto grado (siempre relativo, pero relevante) de apolitización de la propiedad en beneficio de la autonomía de los profesionales; en otras palabras, u a propiedad que, aun manteniendo una cierta línea editorial, considera que está produciendo un bien de consumo, para lo cual contrata a unos profesionales a quienes dota de autonomía a fin de concurrir en un mercado plural en el cual hay que vender ese producto.

Es evidente que el modelo b, más moderno, es superior al modelo a, y lo es, sobre todo, porque el sistema de medios fuertemente politizados tiende a convertirse en caldo de cultivo para el enfrentamiento. La prensa española durante la etapa republicana o la prensa chilena en la época de la Unidad Popular son buenos ejemplos de ello. En los años veinte y treinta, conviene recordarlo, la mayor parte de la prensa europea respondía a ese mismo modelo, plural en su conjunto pero sectario en sus componentes, que resultó desastroso para la convivencia civil.

El trío Ramírez-Aznar-Cascos, cuya cultura histórica y democrática es fácilmente descriptible, se ha lanzado a esta operación sin haber perdido ni un minuto en reflexionar acerca de los efectos perversos que tal envite pudiera producir. Estamos ante un paso atrás que puede llevar de inmediato a un modelo de prensa dicotomizada, sectaria, y, con ello, a la desaparición del principio de profesionalidad, arrumbado éste en beneficio de los intereses ideológicos y políticos de los propietarios de los medios. Los primeros perjudicados, ya se está viendo, son los profesionales -los periodistas-, que verán disminuida y hasta eliminada su autonomía informativa.

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El ataque lo es en toda la línea. Estamos ante una guerra relámpago que puede arrasar las defensas contrarias, acostumbradas a la guerra de posiciones, pero sobre todo es un ataque a una de las bases del funcionamiento democrático. Funcionamiento que, como todo el mundo debería saber, responde a mecanismos algo más sutiles y complicados que el mero hecho de ir a las urnas una vez cada cuatro años. Mecanismos y sutilezas que pretenden salvaguardar ante todo la libertad y la independencia de los ciudadanos a la hora, precisamente, de depositar su voto en la urna y, a la vez, mantener el adecuado equilibrio de poderes dentro del Estado y, lo que estos estrategas olvidan, también fuera de él: en la sociedad civil.

Durante la Restauración, ahora tan reivindicada, se permitió que la economía invadiera la política. "A duro el voto", proclamaban los caciques. Los métodos no pueden ser ya los mismos, pues quien hoy quisiera comprar votos, aparte de acometer un negocio ruinoso, acabaría -con toda seguridad y en pocas horas- en la comisaría más cercana; pero hay otras formas de manipular las voluntades. A nadie se le oculta que comprar masivamente medios de comunicación con intenciones políticas es una de ellas: el huevo de Colón, el Mediterráneo descubierto por estos aventureros cuya miopía democrática es tan evidente como peligrosa. Y es que la operación audiovisual liderada con el dinero de Telefónica implica más cosas.

En primer lugar, el haber convertido en comparsas del baile a las televisiones públicas dependientes de Instituciones que si hoy están dirigidas por el PP mañana lo estarán -como consecuencia de la alternancia tan reclamada antaño- por otros. TVE y las televisiones autonómicas valenciana, madrileña y gallega, metidas en el coro, vienen tomando decisiones en nada concordantes con los intereses que están obligadas a defender según sus respectivos estatutos. Hasta tal punto ha llegado la obsecuencia prevaricadora de quienes las dirigen que las televisiones autonómicas citadas rompieron un preacuerdo en un asunto estrella -la retransmisión de partidos de fútbol- que les era a todas luces beneficioso. En contra de sus intereses comerciales, atendieron una llamada de la "jefatura" que les hizo desdecirse de lo que ya tenían acordado.

Los productores, los actores, los diversos trabajadores de la producción cinematográfica y, en general, audiovisual ya están sintiendo en su cogote el aliento de los tiempos que vienen. Y no se habla aquí de un asunto menor para la cultura del país. Se trata de un trabajo y de unas gentes que necesitan de la libertad para servimos con su capacidad creativa, y no del dirigismo que se anuncia para humillarles y martirizarnos. "Malos tiempos para la lírica" es la frase guerrera que nada bueno anuncia.

Para producir esta erupción volcánica, a fin de provocar el desajuste de la falla tectónica, estos maniqueos no han regateado gastos ni se han andado con melindres. Los gastos, ya se sabe, los paga Telefónica y los melindres, como es bien conocido, no son compatibles con el ardor guerrero que invadió hace ya tiempo las cabezas y los corazones de estos personajes. Pero toda guerra es también una aventura de imprevisible final, y no consiste en otra cosa, desde la óptica empresarial, la operación en que ha metido a Telefónica su actual presidente, el señor Villalonga.

Joaquín Leguina es diputado socialista.

Malos tiempos para la lírica

Los años ochenta fueron fértiles, aquí y acullá, en aventureros económicos, quienes, utilizando empresas preferentemente financieras, consiguieron "reventar la banca" y alzarse con el santo y con la limosna. Casi todos ellos acabaron en los juzgados y en las cárceles de sus respectivos países -aquí también-, pero previamente pusieron en evidencia las carencias no sólo de los controles públicos, sino sobre todo de los controles privados, es decir, de aquellos controles que debieran ejercer los dispersos y arruinados accionistas y de las empresas utilizadas por los aventureros. Tras estas ruinosas aventuras, en algunos países se han buscado mecanismos legales de protección y amparo para los accionistas; en España, todavía no.Se argumenta que una empresa como Telefónica, recientemente privatizada al cien por cien, no está sujeta a control político, pese a ofrecer en régimen de monopolio el servicio básico de los teléfonos. El control accionarial, es decir, la defensa de los legítimos intereses de los accionistas de la compañía, está reducido, ya se ha dicho, a la mera formalidad de las juntas generales, ¿Y la defensa de los usuarios? No hay normativa eficaz que la acoja. Fácilmente se deduce que el Parlamento, en el cual se niega a comparecer Villalonga alegando su calidad de empresario privado y por tanto no sujeto a, estas mandangas democráticas, sí que tiene al menos una tarea que cumplir. La de defender los intereses de los accionistas y de los usuarios ante estas operaciones, comercial y financieramente negativas, que por motivos políticos está llevando adelante, y a paso de carga, el presidente de Telefónica.

Y los bancos, ¿qué pintan en todo esto? No parece que los banqueros tengan por costumbre votar a la izquierda, pero hasta ahora, y con buen criterio y alguna excepción, han guardado las formas que la neutralidad política les exige. En este caso nos encontramos con unas entidades financieras en el accionariado de Telefónica y también en el apoyo dado por otras en la compra de Antena 3. Pues bien, estos bancos han de saber que su participación en este tinglado de la nueva farsa les coloca en una posición incómoda al convertirles en políticamente beligerantes. Y en ese campo, el de la beligerancia política, sólo cabe recordarles que arrieros somos y en el camino andamos y que a buen entendedor con pocas palabras debería bastarle.

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