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ADIÓS A DIANA (1961-1997)

Una tragedia la aldea global

La princesa encarnaba a la mujer de este tiempo, universalmente sentida como propia por el puntual relato de su vida

ENVIADO ESPECIALAdemás de "princesa de los corazones", que es como no decir nada, Lady Di ha logrado otros títulos principescos de mayor enjundia y concreción. Es, por ejemplo, la princesa de los niños", según la BBC; fue la "princesa de los pobres", según un refrendo de los hospicios y, hace poco, ha obtenido la titulación tanto en The Evening Standard como en The Independent de princesa de los gay".

¿Qué es lo más exacto de todo esto? ¿En qué se queda o a dónde llega la mitología de Lady Di un personaje que no dejó de salir un día en los media durante los últimos 17 años? Muy pronto, las cátedras de comunicación en las universidades de medio mundo contarán con alumnos redactando tesis y profesores impartiendo teoría sobre el fenómeno de encantamiento masivo más espectacular de todos los tiempos. Y, probablemente, refiriéndose a la formación de un icono que, por primera vez en la historia, han elaborado preferentemente las mujeres. La devoción a Lady Di pervivirá o no con la intensidad de otros ídolos pero, en el futuro, vendrá a configurarla como el punto de inflexión a partir del cual la condición femenina proporcionó la materia decisiva para la creación de un ídolo. No sólo las revistas femeninas han sido las más directas autoras de esta celebridad; un feminismo expansivo, sin ideología ni agresividad ha encontrado en Diana su correlato. Si se desviste la vida de Lady Di de su boato, sus joyas, su realeza, la historia al desnudo es un calco de las vidas de las mujeres emergentes. Los problemas de depresión de la princesa, su soledad, su anorexia o su bulimia son enfermedades tópicamente actuales y femeninas. La descalificación del hombre, la preminencia de los hijos, el reencuentro con la propia identidad tras el trauma del divorcio, el ensayo de relaciones sentimentales desde la independencia, son episodios en la nueva biografía de una mujer.

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Diana no es un ejemplo de nada. Más bien es un ejemplar al estilo de casi todas. De aquellas que se encontraron en una edad similar, de aquellas más jóvenes que en alta proporción cumplirán un expediente parecido y de las mayores, psicológicamente solidarias, de las transformaciones en el papel de la mujer.

Marilyn Monroe fue una creación de los hombres, Evita una supuración de la desesperanza, Madonna un fenómeno de la bisexualidad y la posfeminidad americana. Diana es otra cosa; más suave, más normal y permeable. No hace falta mucho esfuerzo para reencontrar en ella a la ex esposa, "yo misma" o la vecina. Con un agregado fundamental: "Esa, en vez de pasar inadvertida afanándose por un sueldo y conduciendo un Ibiza es, asombrosamente, la princesa de Gales". Podría haber sido incluso reina de haber tragado con la infamia de su esposo, pero al no hacerlo ha ganado mucho más. Siendo así, no sólo no le faltan admiradores, sino que logra convertirse en la más admirada y mirada del planeta. Es agraciada, pero no necesariamente muy guapa; sabe algo, pero no llega a ser culta; parece intuitiva, pero no asombra a nadie con su inteligencia. Representa, ante todo, el triunfo de una mujer que ha cambiado su función, pero que no renuncia a valerse y disfrutar las ventajas que todavía le ofrece su sexo. Es halagada, fotografiada, deseada como un. objeto, mientras a la vez se comporta con la aparente naturalidad de un sujeto.Sin realeza ni majestades en torno, sin pompas ni Rolls Royce, Diana habría pasado de tener miles de millones de televidentes a ver, como todas, la televisión en un sofá. También, sin paparazzi y tecnología moderna, capaz de reproducir sin límite y al instante una imagen, además de captar por decenas de miles las más seductoras de ellas, no habría habido Lady Di. Pero antes que nada no habría habido Lady Di sin la languidez, la simplicidad, la fotogenia y la peripecia de esa chica.Que los medios de comunicación hayan podido explotar este cuento hace inteligible su éxito en Occidente. Pero más allá de este hemisferio, ¿cómo explicar que otros cientos de millones en países distantes se hayan interesado en él? La respuesta es la misma que explicaría el éxito de Dinastía, Love story o Lo que el viento se llevó en China. Pero además, el secreto de este acierto en la diana es poliédrico y sucesivo. Hace 16 años, con la boda, empezó un cuento de hadas que convocó a 700 millones de personas ante las pantallas. Luego, ese principio fue transformándose -con depresiones, maternidades, intentos de suicidio, secretos y adulterios-, en una telecomedia de después de comer. Por ese tiempo, los interesados no sólo eran receptores de una imagen aislada, sino seguidores de un serial cuyo plató eran las habitaciones de los palacios de los Windsor. Las cifras de lectores, espectadores y radioescuchas se ampliaba al compás de los sucesos que los medios enriquecían sin escrúpulos. A finales de los años ochenta, para cientos de millones de seres humanos, Lady Di había pasado -y tanto más cuanto más víctima y desvalida parecía- de ser una estrella a ser una amiga y de pertenecer a la realeza a habitar la propia intimidad. La masiva y constante divulgación de una imagen pública en las revistas y en el televisor de casa, consigue hoy el efecto de hacerla creer una pertenencia privada. Lo raro sería, piensa el espectador, que conociendo y sintiendo tanto al personaje, ese personaje no le reconociera a él. Y más si como en el caso de Diana se la advierte propensa a querer.

A pocos personajes públicos se le han escuchado menos palabras que a Lady Di. Ella ha sido universal a través, casi exclusivamente, del lenguaje universal del mimo. Para unos, sus gestos acariciando enfermos, mutilados o pobres, han podido representar, viniendo de donde venía, un signo de extrema bondad. Para otros, sus lágrimas, sus risas, han puesto a disposición del público una magnanimidad superior. Pero por si faltaba poco, la totalidad de su historia se ha concentrado al fin en una tragedia que ha permitido el máximo entendimiento y participación global; más allá de ideologías, sexos, creencias y razas. Un cuento de hadas puede aburrir a muchos, una telecomedia divide los gustos, pero una tragedia con todos sus elementos a punto (el anillo, el romance, la juventud, la violencia, la noche, el alcohol, la lengua seccionada, el viaje, el pathos) convoca a todos. Por primera vez, la aldea global asiste en bloque a una representación en vivo del bien y el mal, del amor y de la muerte. Y juntos, reflejados los de uno y otro lado del mundo en la pantalla, constatamos que somos parte de los media, y que si la televisión, de pronto se extinguiera, desapareceríamos todos en masa y a la vez.

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