Diana o el reconocimiento
CARLOS FUENTESLos britanicos se han entregado a Diana porque la princesa de Gales les trató como seres humanos
Veo desde la terraza de mi apartamento, en esta ciudad, el paso de miles y miles de ciudadanos británicos que se dirigen al funeral de la princesa de Gales. Van a unirse a tres millones de londinenses y dos millones de forasteros llegados a esta capital para rendir tributo final a Diana. La ciudad nunca ha visto algo semejante. ¿Por qué?Es demasiado fácil, aunque parcialmente cierto, que esta bella mujer fue una creación de los propios medios que la acosaron hasta el instante final de su muerte en París. También es cierto que ella manipuló a su antojo a esos mismos medios, en parte para hacer públicos sus argumentos contra el príncipe Carlos y la familia real, en parte para hacerse de una personalidad propia, moderna, en claro contraste con la rigidez, convencionalismo y total falta de imaginación de la monarquía británica. Pero Diana empleó a los medios, también, para darle contenido a su propia vida.
Rompió prejuicios: fue la primera en abrazar y besar a víctimas del sida y de la lepra. Atrajo la atención pública hacia problemas que la diplomacia tiende a pasar por alto: la urgente obligación de prohibir el uso de minas antipersonas cuyas víctimas son no los combatientes, sino los sobrevivientes de las múltiples guerras calientes que han sucedido, en Bosnia, en el Magreb, en Africa Negra, a la guerra fría de antaño. Encabezó cruzadas femeninas esenciales: la prevención y el alivio del cáncer mamario y, sobre todo, el apoyo a RESCUE, la organización británica -digna de ser imitada en Latinoamérica- dedicada a proteger a las mujeres golpeadas y abusadas por el machismo.
Es cierto, su vida fue parte ceremonia de los oscars y parte audiencia del Papa. Pero, esto no basta para explicar las millas de flores depositadas frente a las residencias de Diana, las colas para firmar libros de condolencias, el visible y casi audible dolor popular británico. Bella, moderna, filantrópica, su actividad hizo fluir millones de dólares en apoyo a las instituciones que protegió y con cuyas víctimas continuó en contacto personal, enviándoles tarjetas, llamándoles por teléfono. Pero sobre todo, el factor Diana se llama Reconocimiento, la anagnórisis griega, el poder de la figura simbólica para vernos en ella, contradictorios también y por ello humanos. Anagnórisis, como títuló Tomás Segovia un bello libro de poemas: verse en el otro. Diana es vista porque vio.
La monarquía, en cambio, se volvió casi invisible al lado del fulgor de la hija engañada, maltratada, expulsada, pero que es la madre, al fin y al cabo, del futuro rey Guillermo. La princesa Diana besó al príncipe Carlos y lo convirtió en sapo. Murió la princesa y la familia real se amuralló en un silencio suicida del cual apenas la salvó el inteligentísimo primer ministro laborista, Tony Blair. El día mismo de la muerte, Blair declaró a Diana "la princesa del pueblo", se unió al dolor general, pero la apropió para el partido en el poder una semana después de que Diana criticó severamente al anterior Gobierno conservador, John Major por su lasitud en materias de armamentismo. La elocuencia del primer ministro ha contrastado violentamente con el mutismo de la familia real. El mal está hecho y la casa de Windsor acaso no tiene más esperanza que la representada por el hijo de Diana, el joven príncipe Guillermo. El público se reconoció en Diana y dejó de reconocerse en la monarquía.
"Monarquía" y "anacronía" no son sinónimos. La transición democrática y la estabilidad moderna de España no serían concebibles sin la inteligencia del rey Juan Carlos y de su atractiva e igualmente inteligente familia. En cambio, la monarquía inglesa viene mostrando señas de fatiga, aislamiento e inutilidad crecientes. "La pérfida Albión" de nuestros melodramas hispánicos más bien parece, en ocasiones, la hipócrita Albión que le niega la libertad a sus príncipes modernos en nombre de una iglesia que fue fundada por un hombre divorciado más de una vez -Enrique VIII- y encabezada, en otros momentos, por otro divorciado -Jorge I-, por el bígamo Jorge IV y por el infiel y parrandero Eduardo VII. Diana, también, fue el símbolo contra la hipocresía de los Windsor.Shakespeare recordó que "la compasión conviene al monarca mejor aún que su corona". Milton, en cambio, le recordó a los reyes que "el miedo al cambio confunde a los monarcas" y los condena, si no saben cambiar, a un "oscuro eclipse, crepúsculo de la nación". Las palabras de los poetas, es cierto, le convienen a todo régimen político, no sólo al monárquico. Pero más que la compasión y la apertura al cambio, un régimen político debe ser inteligible para los ciudadanos. La casa de Windsor se ha vuelto ininteligible porque no entiende a los ciudadanos y los trata como "súbditos". Diana es supremamente inteligible porque trató a los ciudadanos como seres humanos.
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